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MARÍA MERCEDES CARRANZA
9 mar 2002
... Y LA VERDAD: su cara alargada y maciza, de quijada
memorable, labios extendidos y gruesos y nariz de judío errante, bien puede
recordar el rostro de ese equino, según lo advirtió el guatemalteco Rafael
Arévalo Martínez. Se trata del poeta colombiano Miguel Ángel Osorio, también
conocido por varios seudónimos, como Maín Ximénez, Ricardo Arenales y aquel con
que hoy se le identifica: Porfirio Barba Jacob, quien nació en un pueblo
montañoso y perdido de la geografía colombiana en 1883 y murió 59 años después
en Ciudad de México, miserablemente pobre y destruido.
Curioso destino el suyo como poeta: sólo escribió alrededor
de 120 poemas y lo hizo en la época más temprana de su vida: en 1925 tenía ya
la mayor parte de esa obra y durante los años restantes los llevó siempre
consigo, sin terminar nunca de corregirlos; redactó para ellos cinco prólogos,
ideó varios títulos distintos y nunca publicó ese tan planeado libro. En vida
suya salieron tres compilaciones por iniciativa de amigos: Rosas negras,
Canciones y elegías y La canción de la vida profunda y otros poemas.
Desdeñada su obra por notables, como Pablo Neruda y Octavio
Paz, es ésta además muy poco conocida fuera de su país y de México, lugar donde
vivió muchos años. Sin embargo, en Colombia es el gran poeta nacional, por
encima incluso de José Asunción Silva. Hace unos años, la Casa de Poesía Silva
realizó un sondeo para escoger el mejor poema de nuestra literatura y el
vencedor indiscutible por votación popular fue Barba, con su poema La canción
de la vida profunda, del cual no hay colombiano que se respete que no sepa de
memoria al menos una estrofa: 'Y hay días en que somos tan plácidos, tan
plácidos... / -¡niñez en el crepúsculo! ¡lagunas de zafir!- / que un verso, un
trino, un monte, un pájaro que cruza, / ¡y hasta las propias penas! nos hacen
sonreír...'.
Por mi parte, he leído y releído su poesía y debo decir que
cada día me gusta más. No influye de ninguna manera en este concepto la imagen
de 'poeta maldito' que Barba elaboró con tanta dedicación, ni las hagiografías
que han escrito sus biógrafos, donde narran con admiración y reverencia su
intensa vida de errancias y vagabundeo por Centroamérica, de miserias, pobreza,
inestabilidad, extravagancias y bohemia. Él mismo la recrea en muchos de sus
poemas, el más memorable de ellos tal vez sea la Balada de la loca alegría: 'Mi
vaso lleno -el vino del Anáhuac- / mi esfuerzo vano -estéril mi pasión- / soy
un perdido -soy un marihuano / a beber -a danzar al son de mi canción...'.
Porque Barba decidió ser un poeta maldito, cuyo modelo tomó
de Poe, Verlaine y Baudelaire; y como ellos vivió en la miseria, con abundancia
de alcohol, hospitales, homosexualidad y cárceles. Ese malditismo lo traslada a
su poesía, que es exaltada y plena de exacerbada pasión, pero también
angustiada por el temor a la muerte, la evidencia de la nada y la fugacidad de
las cosas de la vida, de lo cual su magnífico poema Futuro es un buen ejemplo:
'Decid cuando yo muera... (¡y el día esté lejano!): / soberbio y desdeñoso,
pródigo y turbulento, / en el vital deliquio por siempre insaciado, era un
llama al viento... / Vagó, sensual y triste, por islas de su América; / en un
pinar de Honduras vigorizó el aliento; / la tierra mexicana le dio su rebeldía,
/ su libertad, su fuerza... Y era un llama al viento'.
Con el prurito de la novedad, algunos críticos han
descalificado su poesía, alegando falta de originalidad y por no aportar nada
nuevo a la poesía en lengua española. He ahí un falso dilema, pues una obra
importante no tiene que ser necesariamente renovadora, basta con que tenga
calidad, y en Barba, a pesar de los frecuentes excesos verbales y de los
rebuscamientos seudoeruditos, la hay y muy buena en por lo menos siete poemas
-que ya es decir- antologables en cualquier ámbito literario. Entre ellos está
el que para muchos es el mejor poema homosexual de nuestra lengua, Los
desposados de la muerte: '... Leonel Robledo era muy tímido / bajo una
apariencia llena de majestad. / En el recóndito espejo de su ternura / se le
reflejaba la imagen de una mujer. / Toda su fuerza era para el ensueño y la
evocación. / Le vi llorar una vez por males de ausencia / y me dije: hay una
tempestad en una gota de rocío / y, sin embargo, no se conmueven los
luceros...'.
Que su poesía carece de originalidad es verdad. Y aún más:
no sólo no innova, sino que representa un romanticismo ya muy tardío, el cual,
según algunos críticos como Eugenio Florit y José Olivio Jiménez, constituye
una de las tendencias del posmodernismo hispanoamericano, época literaria
durante la que escribe el colombiano. Ni temas ni técnicas nuevas, pero, en sus
mejores momentos, una muy seductora magia verbal, una demoniaca vitalidad y un
sobrecogedor lamento de ángel caído: 'Coro: / Nosotros somos los delirantes, /
los delirantes de la pasión: / ved nuestras vagas huellas errantes, y en
nuestras manos febricitantes / rojas piltrafas de corazón. / Abrid, que llegan
los trashumantes / de una ignorada, muelle Stambul, / ¿A qué las fugas
alucinantes, / si hay tras las arduas cumbres distantes / los mismos mares y el
mismo azul?'.
Los estudiosos han visto en Barba a un romántico, en su
intimismo, su individualismo y en esa pasión como trasunto del poeta ungido por
el destino, del ser excepcional que se consideraba. Y un romántico también en
los temas: 'Te me vas, torcaza rendida, juventud dulce, / dulcemente
desfallecida: ¡te me vas! / Tiembla en tus embriagueces el dolor de la vida. /
-¿Y nada más? / -Y un poco más... / La mujer y la gloria, con puños ternezuelos,
/ llamaron quedamente a mi alma infantil. / ¡Oh, los primarios ímpetus! ¡Los
matinales vuelos! / Tuve una novia... Me parece que fue en abril...'. Pero al
mismo tiempo su poesía revela a un hábil artesano de la técnica modernista, de
su música, su lenguaje y su estética, con resonancias evidentes de Darío y
Lugones. Va un ejemplo: 'Yo no sabía que el azul mañana / es vago espectro del
brumoso ayer; / que agitado por soplos de centurias / el corazón anhela arder,
arder. / Siento su influjo, y su latencia, y cuando / quiere sus luminarias
encender. / Pero la vida está llamando, / y ya no es hora de aprender'.
Y a este cóctel hay que agregar el decadentismo de acento
delirante de los poetas malditos del XIX: 'Yo fuerte, yo exaltado, yo
anhelante, / opreso en la urna del día, / engreído en mi corazón, / ebrio de mi
fantasía, / y la Eternidad adelante... / adelante... / adelante...'.
En fin: tal es un vago retrato poético de Porfirio Barba
Jacob, el vagabundo, el marihuano, el maldito, el fracasado, el incomprendido,
el dionisiaco, el lujurioso, el homosexual, el marginado, el menesteroso, el
alcohólico... Pero también, el poeta que merece ser leído: esta breve nota es
una invitación a hacerlo.
María Mercedes Carranza (Bogotá, 1945) es directora de la
Casa de Poesía Silva de Bogotá. Ha publicado libros como El canto de las moscas
(Debolsillo), Vainas y otros poemas (1972), Tengo miedo (1982), Hola soledad
(1987) y Maneras del desamor (1995).
Por: DARIO JARAMILLO AGUDELO
04 de abril 1999, 12:00 a.m.
Fue expulsado de cuatro países y vivía del que se dejara
desplumar y del periodismo, a veces armado con el aguijón del panfleto, otras
con la prosa penetrante del analista, en ocasiones en plan de crónica, todos
los géneros desempeñados con mucha habilidad y sin ninguna ética. Pero
oigámoslo a él mismo: entré al periodismo... (y) ya sé su secreto: ... consiste
en escribir muchos artículos cortos con desenvoltura comedida, opinar sobre
todos los temas que uno no conoce, saber ponerse romántico todos los días de
distinto modo, profesarle horror a la verdad, y urdir todos los días pequeñas
trampas donde caigan los lectores ingenuos, que aún quedan algunos.
En cuanto estas últimas, en Bogotá levantó las ventas del El
Espectador con una serie de reportajes sobre un duende que visitaba a una niña.
En la brega periodística, uno de sus fuertes fue la nota panfletaria, como este
ejemplo que bien merece estar en la antología universal del vituperio, el comienzo
de un retrato de Pablo González, general y caudillo de la revolución mexicana:
figura singular, toda de sombra, no se ilumina más que por los relámpagos de su
despecho. Sonríe y destila hiel. Sus ojos miran zigzagueando, cual si temiese
quedar de hito en hito con su lealtad.
En suma, Porfirio Barba Jacob era una pluma a sueldo, un
cínico, un sablista, un vividor, un vicioso, en fin, un pequeño truhán difícil
de fiar. Cómo puede un tipo así figurar entre los colombianos más
sobresalientes del siglo XX? Porque Porfirio fue un gran poeta, está dispuesto
a contestar casi cualquier habitante de nuestro país. La gente se sabe sus
versos, los estudiosos lo incluyen en las antologías y figura a la derecha de
Silva y por encima de Valencia entre los diosecitos de la poesía colombiana de
hoy.
Modernista anacrónico El asunto quedaría zanjado si no fuera
porque esta opinión es casi exclusivamente doméstica y Barba Jacob no cuenta
sino muy marginalmente cuando el recuento se hace desde la perspectiva de la
lengua castellana. Con excepción de algunos mexicanos Vasconcelos, Jorge
Cuesta, Elías Nandino, Gilberto Owen..., las escasas opiniones vertidas sobre
Barba Jacob no son nada favorables y su momento de mayor consagración, su
inclusión en la histórica antología Laurel, fue desvirtuado en la reedición de
la misma por Octavio Paz, quien dice que Barba era un poeta anacrónico, un
modernista retrasado.
Barba Jacob mismo se sabía anacrónico. En 1922, en Guatemala,
dictó una conferencia contra la poesía de vanguardia. La reseña periodística lo
llama soldado de la vieja lírica. Ocho años después, en La Habana, repite la
diatriba y la prensa no lo rebaja de ánfora de museo. Era verdad. Barba Jacob
andaba recitando y republicando sus versos llenos de palabras desuetas y
altisonantes alabastro, ambrosía, carbunclo, celajes, dogal, lampos, liuro,
lirio, nacarino, opalino, vagaroso, vesperal, undívago mucho después de
Huidobro, de Vallejo, de Neruda, de otra sensibilidad que envejeció
terriblemente la retórica de los modernistas.
Nada de esto parece importarle al fervor colombiano por Barba
Jacob, lo que confirma una conducta histórica del país. Nunca estuvimos al día
en cuestiones de arte, de estética y las vanguardias nos llegaron tarde y a
pedacitos. Entre tanto, la retórica de los periódicos, de la política, la
oratoria de los púlpitos, los actos académicos y los juzgados hace años se
fosilizó y quedó empalagada de adjetivos, sometida a la pausa ampulosa y a la
solemnidad propias del modernismo. Barba Jacob no pasa de moda porque los
colombianos nos quedamos en la moda de los tiempos de Barba Jacob.
Por mucho tiempo, Barba Jacob fue un poeta trashumante,
rodeado de una leyenda negra, abundante en un anecdotario de seguro apócrifo,
al fin y al cabo un personaje inasible. Pero llegó el talentosísimo Fernando
Vallejo, rastreó al personaje y escribió Barba Jacob, el mensajero, que es, de
lejos, la mejor biografía que se ha escrito en Colombia. Vallejo, como casi
todos los colombianos, admira al poeta pero no tiene pelos en la lengua para retratar
la clase de individuo que era y muestra las circunstancias concretas en que
Barba era un provinciano dañino, un pequeño estafador, un exhibicionista de sus
hábitos más socialmente condenables, un campesino fungiendo de satanás, un
poeta irremediablemente anacrónico en la retórica de sus versos, cuestión esta
que Vallejo salva llamando a Porfirio intemporal.
El entusiasmo colombiano hacia Barba Jacob es compartido por
la crítica y por una clase media que ve en Porfirio a la encarnación del
demonio y por lo tanto, a un poeta auténticamente inspirado. Con excepción de
Rafael Gutiérrez Girardot que piensa que Barba Jacob dominó el arte de decir
banalidades sonoramente, la opinión colombiana especializada de hoy es toda
incienso.
Verdadero poeta, poeta porque sí: la afirmación, aislada,
parece una mera petición de principio que adquiere el carácter autoevidente del
argumento de autoridad, al saber que proviene del poeta vivo más importante de
Colombia, Alvaro Mutis, cuando fue entrevistado por García Márquez. Y el mismo
García Márquez, en un ensayo de 1960 La literatura colombiana, un fraude a la
nación afirma que seis grandes puntos de referencia podrían servir de apoyo
para establecer los colosales vacíos de la literatura colombiana. Y enseguida
hace un recorrido de tres estaciones para la narrativa El carnero, La María y
La vorágine y tres estaciones para la poesía Domínguez Camargo, la dupla
Pombo/Silva y, adivinen quién, Porfirio Barba Jacob.
Después de la admiración que le profesaron, Los Nuevos ellos
también modernistas a su modo, como León de Greiff, acaso la primera generación
que colocó a Barba Jacob en la cima del Parnaso fue Piedra y Cielo. Eduardo
Carranza escribió estas palabras en 1942 inaugurando así la apologética
porfiriana: Con la muerte de Barba Jacob desaparece el más grande poeta de
todos los tiempos colombianos y uno de los mayores líricos del idioma
español... Nadie puede compararse en hondura y densidad, en fuerza expresiva,
en demoniaca vitalidad poética a Barba Jacob.
El elogio de Carranza tiene el mérito adicional de contener
todos los demás que vinieron después; aún más, estableció el lenguaje oficial
de los ditirambos posteriores, como si no existieran otras palabras para
referirse al poeta. Andrés Holguín lo entronizó en todas sus antologías como el
principal poeta colombiano y Juan Gustavo Cobo no duda en decir que ya es hora
de leer a Barba, pues en su poesía asoma una repentina belleza, insuflada de
fuerza y pavor ante la muerte.
Nueve antorchas Omitido o mirado de reojo por los críticos de
fuera de Colombia, exaltado y unánimemente proclamado como la cima más alta de
la poesía por los colombianos, cabe preguntarse de qué estamos hablando, cuál
es la materia de desacuerdo. Y se trata de unos poemas, aproximadamente 150,
que escribió Barba a lo largo de su vida. Extremando el cernido, al final
llegamos a un pequeño pero significativo conjunto, cuyo núcleo fue escogido por
el propio poeta como las nueve antorchas contra el viento, que él mismo
consideraba perfectas: las llamo perfectas porque he expresado a trazos mi
concepción del mundo, mi emoción, mi alarido, la robustez varonil de mi alma en
el dolor de la vida. Tal como yo quería expresarlos, con un acento personal
lleno de dignidad, dando fulgencia a las palabras, aliñando la música hasta sus
últimos matices dentro de pautas un poco arcaicas. Estos nueve poemas,
admitidos como anacrónicos y perfectos son La estrella de la tarde, Canción de
la vida profunda, Elegía de septiembre, Un hombre, Los desposados de la muerte,
El son del viento, Canción de la soledad, Balada de la loca alegría, La reina y
Futuro. Vale la pena resaltar la coincidencia de la autocrítica del poeta con
quienes los han valorado. La antología Laurel incluye las nueve antorchas y le
añade otras a la lista.
Hernando Valencia Goelkel, acaso el más ponderado de sus
críticos colombianos, después de precisar que la cercana, magnífica obra de
Darío le bastó para sus necesidades expresivas y en ese sentido su obra es la
de un epígono brillante y sin complicaciones, encuentra sus principales valores
que, acaso, sitúan a Barba Jacob en un lugar justo y proporcionado, más allá de
la apologética nacional, más acá del desdén de los no nativos: Barba era
también un eficaz artesano del verso. Sus canciones, llenas de desafuero y de
exacerbación pasional, están construidas con una hábil simetría, reflexiva y
organizada. La Balada de la loca alegría una de las mejores elegías
contemporáneas en español, Los desposados de la muerte, la Elegía de
septiembre, Futuro, en fin, ese puñado de poemas en que se concentra lo más
valioso de la creación de Barba Jacob, son casi un refinamiento, una depuración
del modernismo... Pero su obra se petrificó ahí: el ocio infecundo de sus
últimos años no permite presumir qué hubiera sido de la poesía de Barba si este
hubiera continuado su búsqueda expresiva. Sea como fuere, a ese puñado de
poemas ha quedado reducido Miguel Ángel Osorio. Si duran ..., si sobreviven los
lamentos que empiezan a sonar un poco a hueco, sobrarán entonces las exégesis y
los reproches. Barba Jacob, entonces, no necesitará ni nuestra alabanza, ni
nuestra censura, ni nuestra inquisición. Ni siquiera nuestra piedad.
12 Sep 2015
PORFIRIO
BARBA-JACOB, LA LLAMA AL VIENTO
Porfirio
Barba-Jacob
A Rafael
Pérez Unquiles, fundador de periódicos y viajero.
Esta es la
breve crónica de un hombre con muchos nombres, sin clara identidad, aunque los
verdaderos amantes de la poesía lo reconocen sin ambages así aquel intente
esconderse en mil seudónimos, para ellos siempre será Porfirio Barba-Jacob[2].
Bautizado católicamente como Miguel Ángel Osorio Benítez, nacido en Santa Rosa
de Osos (Antioquia, Colombia) en 1883, tuvo muchos oficios en la vida, pasó de
ser profesor de escuela a periodista, corresponsal viajero, poeta existencial y
finalmente decidió transmutarse en una llama al vaivén del viento.
De
Barba-Jacob, se ha dicho que era un “príncipe sombrío”, un “poeta maldito,
desorbitado y trashumante”, aunque los poetas malditos en su destino, suelen
ser bendecidos en sus creaciones, cosas de la ley de la compensación universal.
Este migrante de la palabra, alcanzó sus mejores versos y dejó su herencia
periodística, en los múltiples recorridos por Centroamérica y México.
Barba-Jacob fue precursor e innovador del periodismo en esa parte del mundo,
fundador de periódicos, algunos circulan todavía.
La
literatura exalta a Barba-Jacob como autor de memorables poesías, las cuales siempre
reinventaba, como la estremecedora “Canción de la Vida Profunda”, discurso
lírico filosófico sobre la existencia. Uno no puede morirse, sin leer esa
parábola seglar hecha verso. En una época en que los poetas eran famosos
personajes, como los cantantes y actores contemporáneos, Barba-Jacob fue gran
celebridad. Sus recitales llenaban los teatros en donde se programaban. Sin
embargo, él mismo nunca promovió la publicación de sus versos, en vida y en
muerte, la edición de su obra poética ha sido labor de amigos y admiradores.
Quizás nunca estuvo convencido de su talento, gustaba de corregir
permanentemente sus líneas.
Quien desee
conocer la vida y pecados (porque milagros nunca hizo, aparte de sus logros con
la palabra y la noticia) de este complejo hombre, puede leer la exhaustiva
biografía “El Mensajero”, escrita en un solo profuso capítulo, sin límites ni
separaciones, por otro paisano del poeta periodista, el controvertido Fernando
Vallejo, tan proclive como Barba-Jacob al escándalo, pero también a la ofensa, muchas veces gratuita. Soy de
los que no soportan algunas expresiones y salidas de tono de Vallejo, pero
reconozco su oficio y talento.
Fernando
Vallejo autor de la biografía “El Mensajero”
Como
apuntaba en el primer párrafo y si el lector ya lo olvidó, le refresco la
memoria, Barba-Jacob primero se llamó Miguel Ángel Osorio, pero los periodistas
de Centroamérica y México lo conocieron como Ricardo Arenales. A lo largo de su
vida coleccionó muchos más nombres, Maín Ximénez, Junios Califax, Almafuerte,
El Corresponsal Viajero, Juan Sin Miedo. incluso en una crisis económica, llegó
a personificar a un sacerdote en Honduras con el nombre de Manuel Santoveña, en
un trámite notarial en Colombia se hizo pasar por el señor Salvador Castro. El
mismo hombre a quien el poeta guatemalteco Rafael Arévalo, inmortalizó en un
ensayo homenaje titulado “El Hombre que parecía un Caballo”.
Sobre la
identidad de Barba-Jacob, la realidad confirma y supera el mito. Uno de los
tantos periódicos que el poeta colombiano ayudó a forjar, “El Porvenir”, de
Monterrey, México, en su página de Internet habla de su fundador, el periodista
Ricardo Arenales, a quien “se le conoció también como Miguel Ángel Osorio”. Ese
dato no lo aporta Vallejo, es un modesto descubrimiento que me atribuyo.
http://www.elporvenir.com.mx/index.php?option=com_content&view=article&id=96&Itemid=209&dia=2015-09-07
Porfirio
Barba-Jacob nunca tuvo dinero, pero jamás le faltó crédito o efectivo, su
ingenio para conseguir recursos económicos, sólo era comparable con su
habilidad para despilfarrarlos. Vivió bien, hasta la exageración, murió sin
nada en 1942 en México cuando le acompañaba Rafael Delgado, un joven
nicaragüense, a quien el viajero periodista adoptó como hijo en una de sus
correrías. Es incorrecto decir que murió sin nada, poseía una vieja maleta con
los versos escritos en sus viajes, la mejor herencia de un escritor.
Los
dictadores de comienzos de siglo XX tenían como deporte favorito, expulsar a
Barba-Jacob de sus territorios. En ocasiones lo tachaban de revolucionario, en
ocasiones de reaccionario. El pecado del hombre, fue escribir lo que siempre
sintió, sin comprometerse con ninguna causa o ideología política. Un periodista
implacable con los poderosos, un poeta clemente con los desheredados y marginales.
Un pionero e innovador en el periodismo escrito que como el gran amigo a quien
dedico estas líneas, impulsó y trabajó en medios en español en tierra de
idiomas ajenos, pues también estuvo aventurándose en los Estados Unidos.
Fernando
Vallejo no duda al afirmar que sabe más de la vida de Barba-Jacob, que el mismo
poeta y agrega “Yo que sólo coincidí con él sobre esta tierra ese instante, ese
único instante en que él se iba de esta comedia en México y yo venía en
Antioquia…Pero naciendo yo como él bajo el mismo cielo. Y para las payasadas
del destino y los cálculos de los astrólogos ese cielo es el que cuenta”. En
otras palabras, el cielo antioqueño, firmamento colombiano.
Porfirio
Barba-Jacob o como quiera llamarle el lector, legó algunas de las mejores
páginas a la poesía hispanoamericana. Vallejo dice que finalmente lo encontró
en forma de humo, en mi caso, prefiero seguir pensándolo como fuego vivo,
desafiante ante poderosos, humanos y divinos. Como la llama al viento, descrita
en su poema Futuro, con el cual así concluimos lo iniciado. Incluso deseo
pensar, que, a diferencia del último verso, el viento nunca lo apagó.
FUTURO
Decid cuando
yo muera… (¡y el día esté lejano!):
soberbio y
desdeñoso, pródigo y turbulento,
en el vital
deliquio por siempre insaciado,
era una
llama al viento…
Vagó,
sensual y triste, por islas de su América;
en un pinar
de Honduras vigorizó el aliento;
la tierra
mexicana le dio su rebeldía,
su libertad,
su fuerza… Y era una llama al viento.
De simas no
sondadas subía a las estrellas;
un gran
dolor incógnito vibraba por su acento;
fue sabio en
sus abismos -y humilde, humilde, humilde-
porque no es
nada una llamita al viento…
Y supo cosas
lúgubres, tan hondas y letales,
que nunca
humana lira jamás esclareció,
y nadie ha
comprendido su trágico lamento…
Era una
llama al viento y el viento la apagó.
Dixon Acosta
Barba Jacob, Porfirio
Por Fernando Vallejo
Último y más famoso de los seudónimos del poeta y periodista
antioqueño Miguel Ángel Osorio Benítez (Santa Rosa de Osos, 1883 - Ciudad de
México, 1942). Con este seudónimo y con el de Ricardo Arenales firmó todos sus
poemas. El de Ricardo Arenales lo adoptó en Barranquilla en 1906, al inicio de
un largo peregrinaje que le llevó por múltiples ciudades de países de las tres
Américas, y lo usó hasta 1922 cuando, en Guatemala, se lo cambió por el de
Porfirio Barba Jacob, que conservó hasta su muerte. Sus artículos
periodísticos, aparecidos en una veintena de publicaciones del continente, no
llevan firma, o están firmados ocasionalmente con otros seudónimos: Juan Sin
Miedo, Juan Sin Tierra, Juan Azteca, Junius, Cálifax, Almafuerte (que también
usó el poeta argentino Pedro Palacios), El Corresponsal Viajero... En cuanto al
de Maín Ximénez, más que un seudónimo fue el personaje de un gran poema o drama
que se le quedó en proyecto. Estos cambios de nombre, al igual que su movilidad
geográfica, son buen reflejo de su natural inconstancia y de su perenne ansia
de renovación. Ya al final de su vida pensaba cambiarse el de Porfirio
Barba-Jacob por el Juan Pedro Pablo, para borrarse en el nombre de todos con el
nombre de nadie. Tras dejar Antioquia, donde había fundado una escuelita
campesina, la “Escuela de la Iniciación”, Barba Jacob publicó en Barranquilla,
en 1906 y 1907, en sendos folletos, dos largos poemas, “La tristeza del camino”
y “Campaña florida”, y varios poemas en la prensa local, entre los cuales, la
célebre “Parábola del retorno”, es muy popular en Colombia.
Con los trovadores colombianos Franco y Marín se embarcó en
Barranquilla, y por Costa Rica, Jamaica y Cuba llegó a México. En Monterrey
fundó la Revista Contemporánea, una de las más grandes revistas literarias
mexicanas (de la que salieron catorce números y que tuvo por colaboradores,
entre muchos, a Alfonso Reyes y los hermanos Max y Pedro Henríquez Ureña), y
fue jefe de redacción del viejo y prestigioso diario El Espectador, con el que
acabó quedándose. Por sus ataques a políticos porfiristas locales desde las
columnas de ese periódico fue a dar seis meses a la cárcel, de la que lo sacó
la revolución. Ya en la capital de México colaboró en El Imparcial, El Porvenir
reyista y El Independiente, y fundó Churubuseo, de éxito resonante y efímera
duración. Con el seudónimo de Emigdio S. Paniagua publicó en 1913, en folleto,
el largo reportaje periodístico “El combate de la ciudadela narrado por un
extranjero”, sobre los sangrientos sucesos que siguieron al asesinato del
presidente Francisco Madero y que se conocen como la “Decena trágica”. Obligado
a huir de México por su defensa del caído régimen porfirista y por sus ataques
a la revolución triunfante de Venustiano Carranza y Pancho Villa, Barba Jacob
fue a dar a Guatemala, donde habría de dejar honda huella. Allí, en 1914, su
amigo el poeta y cuentista guatemalteco Rafael Arévalo Martínez escribió
inspirándose en él, en Ricardo Arenales o el señor de Aretal, su mejor relato,
“El hombre que parecía un caballo”, que le dio gran notoriedad a su autor y que
empezó a forjar la leyenda del poeta colombiano. Por no plegarse a la voluntad
del déspota de Guatemala, Manuel Estrada Cabrera, hubo de marcharse del país
dejando a medio publicar su libro Tierras de Canaán, para volver, por segunda
vez, a Cuba. En esta nueva estadía en la isla (1915) Barba Jacob compuso
algunos de sus más bellos poemas: “Canción innominada”, “Elegía de septiembre”,
“Lamentación de octubre”, “Soberbia” y “Canción de la vida profunda”, su más
célebre poema. En 1916 andaba por Nueva York escribiendo en la prensa de lengua
española. En Nueva York se embarcó para La Ceiba, pueblito de la zona bananera
en la costa norte hondureña, en el cual fundó un pequeño diario, Ideas y
Noticias, patrocinado por el comandante del puerto, general Augusto Monterroso.
De Honduras pasó a El Salvador, a cuya capital llegó el 7 de junio de 1917, el
mismo día del terremoto que destruyó a la pequeña ciudad, suceso sobre el que
escribió un folleto de gran éxito, “El terremoto de San Salvador, narración de
un sobreviviente”
Este folleto se imprimió en las prensas semiderruidas del
Diario del Salvador, para el cual escribió, durante varios meses, los
editoriales. Al año siguiente estaba de regreso en la Ciudad de México
escribiendo en El Pueblo, y en 1919, en Monterrey fundando El Porvenir (con el
mismo nombre del efímero diario reyista de la capital en que había colaborado),
que abandonó en pocas semanas pero que habría de convertirse por muchas
décadas, en el gran diario del norte de México. Yendo y viniendo por Ciudad
Juárez, El Paso y San Antonio y los desiertos de la frontera, tierra de
aventura y bandidaje, compuso sus poemas “Los desposados de la muerte” y la
“Nueva canción de la vida profunda”, y escribió una biografía de Pancho Villa
glorificando al bandido, de la cual dice la leyenda que se vendieron veinte mil
ejemplares, pero de los que no se conserva ni uno solo. En 1920 estaba de
vuelta en la capital mexicana escribiendo crónicas espeluznantes y amarillistas
para El Heraldo y El Demócrata, entre las cuales una serie de cinco reportajes
titulados “Los fenómenos espíritas en el Palacio de la Nunciatura”, de los que
era protagonista y que aparecían en primera plana ilustrados por dibujos
macabros de calaveras y manos de esqueletos apresando un edificio: el Palacio
de la Nunciatura justamente, que iba a ser la residencia del nuncio apostólico,
pero que, invitado el nuncio a no venir a México por el gobierno anticlerical
de Carranza, no lo fue, sino que se convirtió en la sede de las orgías del
poeta colombiano, quien por entonces ejercía en el país azteca un alto
ministerio de sumo sacerdote del culto de la Dama de los Cabellos Ardientes: la
marihuana, la misma que lo inspiró, y que aparece de vez en cuando en ellos,
algunos de sus más bellos poemas como “El son del viento”, escrito precisamente
en ese alucinado ‘Palacio de la Nunciatura’. De estas fechas datan sus poemas
“Balada de la loca alegría”, “Canción de la noche diamantina”, “Elegía de
Sayula”, “Estancias”, “Canción de un azul imposible” y “Canción de la soledad”.
Durante algunos meses de 1921 dirigió en Guadalajara la Biblioteca Pública del
Estado de Jalisco, a la que fue a visitarlo el esperpéntico don Ramón del Valle
Inclán, y que tuvo que dejar por sus escándalos. Al año siguiente sus violentos
editoriales en Cronos contra el ministro de Gobernación, general Plutarco Elías
Calles, y otros altos funcionarios del gobierno de Alvaro Obregón le valieron
la expulsión de México y volvió a Guatemala. Entonces tomó bajo su dirección El
Imparcial de ese país, recién fundado, lo modernizó y lo convirtió en el más
importante diario centroamericano. De esta estancia en Guatemala es su poema
“Futuro”.
Expulsado en 1924 de Guatemala por el general Ubico,
ministro de Gobernación de Orellana, llegó por segunda vez a El Salvador, del
que lo expulsó el presidente Alfonso Quiñones. Transformado en cura, anduvo
predicando de campamento en campamento por las plantaciones bananeras de la costa
norte hondureña. En 1925 llegaba de Honduras, vía Nueva Orleans, por tercera
vez a Cuba. Anduvo entonces con Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena y
demás jóvenes de la “cueva roja” revolucionaria, que fundaron por esas fechas
el partido comunista cubano. Al año siguiente estaba en el Perú dirigiendo La
Prensa de Lima, vocero del gobierno de Augusto Bernardino Leguía. Por una
desavenencia con éste (motivada por la negativa del poeta a escribir la
biografía del dictador “como si se tratara de la del Libertador Bolívar”, según
se lo sugiriera) debió abandonar la lujosa mansión en que vivía y pasó medio
año de tugurio en tugurio, hasta que el embajador colombiano en Lima lo
repatrió a Colombia: por el puerto de Buenaventura regresó entonces a su patria
tras veinte años de ausencia. Tres se quedó dando recitales por pueblos y
ciudades colombianas, o trabajando como jefe de redacción de El Espectador de
Bogotá. En Buenaventura, por donde había regresado, se embarcó, y cruzando el
canal de Panamá llegó por cuarta vez a Cuba. En esta última estancia en la isla
coincidió una noche en una cena y en el malecón con el joven poeta español
Federico García Lorca. El embajador mexicano en Cuba, Adolfo Cienfuegos y
Camus, le abrió las puertas de la república y volvió a México, en 1930, para
quedarse hasta su muerte.
En 1936, en la capital mexicana, se fundó la edición
vespertina de Excélsior, Últimas Noticias, en la que el poeta escribió por
varios años, en una prosa magistral, sin rival en el periodismo de América, la
columna “Perifonemas”. Ni estos, ni sus incontables artículos de tantas
publicaciones del continente, han sido recogidos en volumen. Por lo demás, el
poeta nunca tuvo en gran estima su labor periodística, que consideraba una
simple forma de ganarse el pan y nada más. En cuanto a sus versos, nunca los
publicó él, los publicaron otros. En vida del poeta las más prestigiosas
revistas literarias americanas fueron dando a conocer sus poemas: Letras y El
Fígaro de La Habana, El Ateneo de Honduras, Esfinge y Germinal de Tegucigalpa,
los Cuadernos americanos de San José de Costa Rica, los suplementos literarios
de El Espectador y El Tiempo de Bogotá... Un centenar escaso de poemas, de una
poesía musical y conturbada, que el poeta pulió hasta su muerte, sin quedar
nunca plenamente satisfecho de ninguno. Tres recopilaciones de sus versos le
hicieron sus amigos en vida y una póstuma: Rosas negras, en 1932 y en
Guatemala, bajo la dirección de Arévalo Martínez; Canciones y elegías, en 1933
y en México, al cuidado de Renato Leduc, Edmundo O'Gormann y Justino Fernández;
La canción de la vida profunda y otros poemas, dirigida por Juan Bautista
Jaramillo Meza, en 1937, en Manizales. Por todas ellas Barba Jacob sentía un
impotente horror, imposibilitado de recogerlas y destruirlas. En cuanto a la
póstuma, la hicieron Manuel Ayala Tejeda y otros amigos, en 1944, en una
imprenta oficial y con papel regalado: los Poemas intemporales. Minado por la
tuberculosis, el alcohol, la marihuana y la miseria, pocos días después de haber
recibido al confesor y los últimos auxilios de la religión católica (la de sus
abuelos, a quienes quiso más que a nadie), Barba Jacob moría en un apartamento
sin calefacción ni muebles de la ciudad de México. Moría de acuerdo con su
sino, como último exponente, fuera de tiempo, de los poetas malditos.
Esta biografía fue tomada de la Gran Enciclopedia de
Colombia del Círculo de Lectores, tomo de biografías.
Barba Jacob y su miserable muerte en una sucia pensión
El poeta terminó sus días olvidado y solo, perdido en una
habitación en México tal como lo cuenta Fernando Vallejo en su biografía
recientemente editada.
Por: Iván Gallo - Octubre 20, 2018
Barba Jacob y su
miserable muerte en una sucia pensión
El recibimiento de sus cenizas fue apoteósico. El 10 de
enero de 1946 las primeras planas de los periódicos nacionales sólo tenían un
titular: ¡Ha regresado el poeta Barba Jacob! La comitiva que traía el cofre con
sus restos estaba integrada por Germán Arciniegas, entonces Embajador de
Colombia en México, el Gobernador de Antioquia Germán Medina Angulo y el
director de educación Ramón Jaramillo Gutiérrez. Los festejos contrastaban
atrozmente con lo ocurrido exactamente cuatro años atrás.
Despreciado, olvidado, odiado, Porfirio Barba Jacob tuvo una
agonía larga por culpa de la sífilis que lo atormentó durante veinte años y la
tuberculosis, enfermedad temida en esa época por su alta mortandad y lo fácil que
era su contagio. Recorrió buena parte de Centro América invitado por
periodistas para fundar periódicos y revistas. En Churrubusco, su revista
mexicana, atacó sin descanso ni piedad al Gobierno de Plutarco Elías Calle. Lo
echaron en 1922. Recayó en Guatemala y en la ciudad de Jocotenango, pasado de
rones y de plones de marihuana, se subió a la tarima de la plaza central y en
un discurso inolvidable descuartizó a José María Orellana, el dictador que
había llegado al poder gracias a un golpe de estado patrocinado por la United
Fruit Company. Dos días después sería expulsado del país de la misma forma que
ocurrió en El Salvador y en el Perú cuando intentó hacerle una biografía a otro
sátrapa, el temible Augusto Leguía quien no le perdonó sus bromas.
Pasó como un huracán por todo el continente hasta que recayó
de nuevo en el D.F. Sus amigos le dieron la espalda, cansados de que les sacara
plata, de su tos eterna, de los pañuelos llenos de coágulos de sangre. La
canción de la vida profunda era uno de los poemas más celebrados en
Hispanoamérica. Poetas insignes como García Lorca o escritores como
Valle-Inclán, se postraban a su paso. Pero aun así estaba en la miseria, en la
miseria más absoluta. Le había pedido infructuosamente al gobierno colombiano,
a través del embajador Zawadsky, que se apiadara de él, que le mandara una
pensión, que no lo dejara a la deriva. El silencio y las promesas vanas fueron
las únicas respuestas. El dos de enero de 1942, con los pulmones destruidos por
la tuberculosis, tuvo que dejar el Hotel Sevilla donde vivía con su hijo
adoptivo, Rafael Delgado, un muchacho nicaragüense alto, fuerte, de intensos
ojos verdes por el que el poeta perdió la razón y le perdonó todos defectos:
mujeriego, mantenido y vago.
Rafael y su mujer lo arrastraron en una silla hasta la calle
López al apartamento sin muebles donde moriría 12 días después. En ese lugar el
dolor lo abandonó por breves espacios, como el momento en el que la colombiana
Alicia de Moya, una joven que adoraba sus versos y que le llevó natilla y
buñuelos, los sabores decembrinos de su tierra. Unos pocos buenos amigos lo
visitaron en su agonía. Contradiciendo su satanismo ramplante, su cinismo
atroz, llamó a un cura para que lo confesara el 7 de enero. Muerto de dolor le
pedía al crucifijo que colgaba en su pared que tuviera piedad, que se lo
llevara ya. La agonía seguía. Muchas veces sus amigos lo habían visto morir
pero Barba Jacob siempre resucitaba. Ahora, a los 59 años, la muerte parecía
inminente.
Y si, el miércoles 14 de enero, a las 3: 15 de la madrugada,
cuando la temperatura había descendido a los seis grados bajo cero, mientras
suplicante esperaba a Rafael, a su niño Rafael, para partir al viaje eterno,
Barba Jacob murió. La única que estuvo allí fue Concepción Varela, la esposa de
su amante. Cuando Rafael Regresó a ese miserable apartamento su mujer lo
reconvino “Para qué te vas si el señor se murió” y Rafael Delgado empezó a dar
gritos, a llorar como un desesperado mientras Concepción intentaba calmarlo en
vano. Al otro día los titulares de todo México y de Colombia lamentaban la
muerte del poeta más grande de América. Su último pedido lo dejó en un papel:
suplicaba que le ayudaran a Rafael Delgado a devolverse para León en Nicaragua,
su ciudad. Seis años demoró el gobierno colombiano en cumplirle el deseo, el
mismo tiempo que tardó la delegación encabezada por el gobernador de Antioquia
para repatriar sus restos. Sólo hasta el 2015, 73 años después de su muerte, la
copa de plata que contiene sus cenizas regresó a Santa Rosa de Osos, el pueblo
donde nació bajo el nombre de Miguel Ángel Osorio.
Poco antes de morir acosado por el terrible rigor de la
tuberculosis Porfirio Barba Jacob escribía en una de sus cartas: "estoy en
vísperas de una gran solemnidad en mi vida: la tranfiguración. -Y, sin embargo,
pienso en mi poesía".
Si hay algo constante en la historia de Miguel Ángel Osorio
(después llamado Maín Ximénez, Ricardo Arenales y Porfirio Barba Jacob), fue su
entrega al arte y el coraje de vivir con perseverancia sus propias inconsistencias.
Barba Jacob rechazó cualquier destino que no fuera el de la poesía y el de las
rutas de su singularidad personal: se negó a seguir una carrera, a entregarse a
un solo oficio, a vivir en un solo país, a soportar una sola ideología. Rechazó
ese valor tan estimado en nuestra cultura que es la coherencia: la cual no
mantuvo sino con su destino literario y con la urgencia de dejarse ser en los
tumbos de su vida.
Nacido en Santa Rosa de Osos, Antioquia, en 1883, Barba
Jacob creció con sus abuelos y tuvo una difícil relación con sus padres y con
Colombia: familia y patria, dos de los símbolos más fuertes de nuestro
territorio cultural en el joven siglo XX. Entre sus amigos, que lo recordaban
con cariño y estremecimiento, Juan Bautista Jaramillo Meza relata que el poeta
alguna vez le dijo: "Amigo mío, para ser hombre, pero en toda su plenitud,
son necesarias dos cosas imperativas: odiar la patria y aborrecer a la
madre". No es una sorpresa que con el filo -entonces peligroso- de
palabras como esas fuera tildado de demoníaco, y al tiempo, que el furor con
que eran pronunciadas y la revelación que perfilaban, hicieran también que al
gran iconoclasta Barba Jacob se le admirara en la línea difusa del amor y del
odio.
Este príncipe sombrío, como le decía Jaramillo, era portador
de una arisca independencia, que lo hizo nómada y que, sin embargo, fue también
una independencia turbia. Así, por ejemplo, siendo liberal, luchó en las filas
conservadoras durante la Guerra de los Mil Días. Así, fue demócrata y trabajó para
dos dictadores, Porfirio Díaz en México y Leguía en el Perú. Así, amó las
comodidades y el lujo, pero también supo pasar hambre, andar descalzo y viajar
en tercera cargando su maleta de versos, tres vestidos, y a Rafael Delgado, un
muchachito mexicano a quien adoptó como su hijo.
Su nomadismo lo llevó primero al mar, desde Antioquia, y
luego a México, Estados Unidos, a todos los países de América Central, y de
vuelta a México en donde murió. Su intermitente estabilidad con los asuntos del
mundo, y la oscilante política mexicana, que Barba Jacob sufrió de un
presidente a otro, del exilio al retorno y de la cárcel a la libertad, lo
pusieron en diferentes trabajos: recitales aquí, periodismo del bravo allá.
Durmió en innumerables pensiones, comió en casas acogedoras de las que se iba
sin despedirse, y también, cuando supo que tenía sífilis, acudió a la
"saludable costumbre de internarse en los hospitales para no pagar
hoteles" según lo narra Fernando Vallejo en El mensajero, la biografía que
escribió sobre nuestro poeta.
Su obra literaria no es extensa. Es sonora e impresionante
(otros dicen patética). Se compone de menos de cien poemas que "hay que
desentrañar en la complejidad de sus emociones", según lo decía Barba
Jacob, porque es "poesía para hechizados". Su obra periodística, en cambio, es el
testimonio de su combate por la vida en un mundo que exigía la supervivencia,
un universo a veces agrio para los hechizos, que, sin embargo, formó un
importante periodista.
"He vivido", dijo en uno de sus poemas Barba
Jacob. Y es verdad: con su vida supo decir esa cosa tremenda.
Por María José Montoya
El poeta colombiano postmodernista Miguel Ángel Osorio
Benítez (1883-1942), mejor conocido a través de sus seudónimos Ricardo Arenales
y Porfirio Barba Jacob, gozó en vida y hasta la fecha de una terrible fama de
“poeta maldito” (marginado, vicioso, paupérrimo, enfermo, loco, degenerado,
amargado, vagabundo, transa, vendido, mitómano), que la emotiva y muy
documentada (pero farragosa) biografía de Fernando Vallejo: Barba Jacob, el
mensajero (2a. ed., Bogotá, Planeta Colombiana Editorial, 1997) corrige y hasta
contradice en parte.
Fue en realidad un escritor de intensa vida social, muy
admirado y estimado en todos los países latinoamericanos donde residió; capaz
de acumular fortunas, que dilapidaba, y de montar empresas que él mismo se
encargaba de hacer quebrar.
Corre innumerable la lista documentable de presidentes,
ministros, gobernadores, generales, embajadores, empresarios, banqueros,
diputados, directores de periódicos, editores, poetas, escritores y hasta
simples dueños o empleados de hoteles, cantinas y fondas, que lo protegieron y
ayudaron a lo largo de su vida, en media docena de países.
Nunca vivió “marginado” entre puros homosexuales,
delincuentes, teporochos y drogadictos (aunque los frecuentara cotidianamente),
como corre la fama: vivió —brillando— en el centro de la vida burguesa,
literaria y política de su tiempo; desayunando, brindando y bromeando, siempre
que quería (antes de sus años terminales de tuberculosis, ¡y aun entonces!) con
millonarios y políticos, burgueses y escritores de toda tendencia.
Se le respetaba y admiraba en México, Cuba, Guatemala, El
Salvador, Honduras, Costa Rica, Nicaragua, Colombia, Perú… Especialmente en
México, donde se encontró mejor que en parte alguna. (¿Nuestro desordenado país
toleraba mejor su desorden? Fue un inmigrante atípico: no parecen haberlo
seducido la arqueología, la etnología ni la revolución, menos aún nuestros
parnasos ni las joyas coloniales: ¿De dónde tanto amor por México? ¿Qué le
dimos que no encontró en Bogotá, en Lima, ni en La Habana? ¿El semitolerante
desorden moral cotidiano en las barriadas y los chamacos callejeros —boleros,
voceadores, peones— en abundancia: “los rapaces de sueltas cabelleras”?)
Al parecer, la primera mitad de este siglo mexicano era
menos pudibunda, al menos entre periodistas, escritores y políticos, de lo que
ingenuamente creemos. Personajes tan profesionalmente “edificantes” como
Enrique González Martínez, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Manuel Gómez Morín,
Jaime Torres Bodet y Rosario Sansores jamás se espantaron de la homosexualidad
de Barba Jacob (aunque fuese promiscua, semi-lumpen y exhibicionista) ni de su
culto a las drogas. Lo elogiaron y apoyaron económica y públicamente en vida y
después de su muerte.
Sólo se sabe de un prócer que, escandalizado, haya hecho
detener un taxi, para apearse y no seguir escuchando sus “mariconerías”: Renato
Leduc, quien de cualquier manera se tomó el trabajo de editarle a costa propia
el mejor de los escasos libros que Osorio, Arenales o Barba Jacob (Maín Ximénez
fue otro de sus seudónimos) publicara en vida.
Fernando Vallejo cuenta que algún día José Vasconcelos,
entonces Secretario de Educación, fue a buscarlo a su hotel —eran los años de
los hoteles de lujo—, y Barba Jacob (a la sazón el fulgurante Ricardo Arenales)
se permitió el desplante de recibirlo en su cuarto, con un chamacón
completamente desnudo en la cama deshecha; el ministro Vasconcelos no se alarmó
por ello ni dejó de considerarlo uno de los mayores poetas de lengua
castellana. Lo elogió incluso años después, en La Antorcha.
Dos décadas más tarde, Miguel Ordorica, el puritano
directivo de Excélsior, montando en cólera, lanzó toda una investigación para
expulsar de inmediato al malviviente que saturaba los excusados y pasillos de
su periódico con humo de mariguana: cuando supo que se trataba de Barba Jacob,
apaciguó su cólera y olvidó sus represalias. Sólo le preguntó: “¿Y de veras no
le hace daño?” Supuestamente Barba Jacob le respondió al laborioso periodista:
“Menos que a usted sus dieciocho horas diarias de trabajo”.
Y las veces que se extralimitaba solía correr con suerte,
como aquélla, en Guadalajara, cuando era director de una biblioteca importante,
e inventó puestos inútiles de bibliotecarios para media docena de sus jóvenes
novios: fue despedido por su amigo el gobernador con la mayor discreción.
Quince años después, otro gobernador, el de Guerrero, tuvo
que cesarlo de un puesto de profesor de literatura, creado exprofeso para él,
también con atenciones y la mayor discreción, cuando se descubrió que cultivaba
mariguana, en abundancia, en los propios jardines de las instalaciones
educativas oficiales de Chilpancingo.
Bardo errante MIGUEL ANGEL OSORIO BENITEZ nació el 29 de
julio de 1883 en Santa Rosa de Osos y murió tuberculoso en Ciudad de México, el
14 de enero de 1942. Hijo de Antonio María Osorio y Pastora Benítez, se crió
con sus abuelos en Angostura y en 1895 inició su perenigraje, que lo llevo por
varias ciudades del país y a partir de 1907 a Centroamérica y Estados Unidos.
Luego de fundar en Bogotá, hacía 1902, el periódico literario El Cancionero
Antioqueño, que dirigió como Maín Jiménez, escribió la novela Virginia que
nunca vio la luz pues los originales fueron incautados por el alcalde de Santa
Rosa por inmoral. En 1906-1907 en Barranquilla escribió sus primeros poemas que
hicieron parte de Campiña Florida (1907) donde apareció su más conocido poema
Parábola de la vida profunda; entonces adoptó el sobrenombre de Ricardo
Arenales, que usó hasta 1922, cuando en Guatemala, lo cambió por Barba Jacob
que conservó hasta su muerte. Utilizó otros seudónimos: Juan Sin Miedo, Juan
Sin Tierra, Juan Azteca, Junius Cálifax, Almafuerte, El Corresponsal Viajero y
otros más. En Centroamérica, México y EU. colaboró en periódicos y revistas.
Fue amigo de Porfirio Díaz, por lo tuvo que huir a Guatemala de donde tuvo que
salir en 1915 por desacuerdo con Manuel Estrada Cabrera; viajó a Cuba. En 1918
retornó a México y vivió en Ciudad Juárez, El Paso y San Antonio, donde se dice
que escribió una perdida biografía de Pancho Villa. En 1922 fue expulsado por
Obregón y tuvo que radicarse en Guatemala de donde fue sacado, en 1924, por el
general Ubico. Se instaló en El Salvador y fue deportado por el presidente
Quiñones; vivió entonces como cura en Honduras, luego fue a Nueva Orleans y
Cuba. En 1926 viajó a Lima. En 1927 regresó a Colombia; tras algunos recitales
y trabajar en El Espectador, se marchó para no volver. Vivió nuevamente en
Cuba, donde conoció a Lorca. En 1930 se radicó definitivamente en México.
- Porfirio: Decid
cuando yo muera... era una llama al viento .
La suya es una obra muy trabajada, lograda día a día, que
“resume los esfuerzos de muchos años de experiencia honda y seria sobre el
dolor humano” como él mismo lo dice. Su poesía parte de profundas experiencias
emotivas que transforma en verdaderas obras de arte. El poeta se analiza en
profundidad y comprende que, a pesar de su dolor y de su angustia, ha vivido
tan intensamente que puede exclamar como en su Canción innominada: “¡Y nadie ha
sido más feliz que yo!”. La presente selección abarca setenta poemas de
distintos temas y estructuras, presentados en orden cronológico, según fueron
escritos. En la mayoría de los casos se acompañan de una nota de carácter
bibliográfico con el propósito de que los lectores tengan una mejor y mayor
ilustración.
EL ESPEJO
P.B.J.
¿Mi nombre? Tengo muchos: canción, locura, anhelo.
¿Mi acción? Vi un ave hender la tarde, hender el cielo...
Busqué su huella y sonreí llorando,
y el tiempo fue mis ímpetus dominando.
¿La síntesis? No se supo: un día fecundaré la era
donde me sembrarán. Don Nadie. Un hombre. Un loco. Nada.
Una sombra inquietante y pasajera.
Un odio. Un grito. Nada. Nada.
¡Oh desprecio, oh rencor, oh furia, oh rabia!
La vida está de soles diademada...
Por Neftalí Beltrán
Especial para Noticia de Colombia
(1995).
Por insinuación del director de Noticia de Colombia, Germán
Pardo García, me presenté alguno de estos días a ver a Porfirio Barba Jacob.
Germán Pardo García, que siempre ha tenido como una gran
preocupación la situación cultural de su país dentro del Continente, tenía un
interés muy especial en publicar en su revista una plática, una conversación
con este colombiano ilustre que es sin discusión uno de los valores poéticos
americanos.
—Porfirio Barba Jacob está muy enfermo, sería bueno que vaya
usted a visitarlo.
No esperé más. Siempre he sentido una gran estimación por
este poeta como hombre y como creador.
En el “Hotel Sevilla”, en la calle de Ayuntamiento, me
encuentro con él. Confieso que me causó una extraña impresión verlo postrado en
su lecho. Extraordinariamente delgado, con la voz apagada que parece salirle
desde muy adentro.
—¿Cómo se siente usted poeta?
—Ya lo ve, me dice Barba Jacob, muy enfermito.
—¿Y moralmente?
—Muy mal. He sido siempre una persona que ha gustado de la
vida a través de los sentidos, y ahora me siento incapacitado para todo. Me ha
gustado comer, me ha gustado beber. Nada de eso puedo hacer ahora. El otro día,
sabe usted, he vuelto a descubrir lo maravilloso de lo sencillo. Me trajeron, a
la hora de la comida, un caldo, nada más que un caldo. Con zanahorias, con
nabos. ¡Qué delicia! ¡Qué banquete extraordinario! Y es natural que haya sido
así porque yo, en el fondo, soy nada más que un campesino. Mi infancia fue
feliz en Antioquia viviendo en medio de rancheros, de hombres del campo que
son, como usted sabe, gente sencilla y ruda, pero de una bondad extraordinaria.
Sí, de una gran sencillez y muy cercanos a la perfección evangélica. A pesar de
esta felicidad, o quizás por ella, viví una vida de muchacho un poco en
desacuerdo con lo que mis abuelos querían que yo fuera: agricultor. No vaya
usted a pensar por esto que haya sido intelectualmente un niño precoz. Llegue a
los catorce años inocente, quizá un poco retardado por la falta de escuelas, de
maestros y mi afán de vagar por el campo. Aquí brillan los ojos de Barba Jacob
y exclama incorporándose de su lecho: ¡Pero qué maravilla! Qué maravilla mis
abuelos, otros dos nietos y yo. Allí no necesitábamos de nada. Todo lo teníamos
a la mano. Los productos de aquellas tierras de mis abuelos iban a venderse en
el mercado, los domingos. Era realmente extraordinario, créamelo.
Luego me mandaron a Bogotá. Hasta los quince años comencé a
leer poesía y mi primera lectura en este sentido fue Guillermo Valencia, a
quien yo considero un grandísimo poeta y maestro de la forma, de quien he
tenido una influencia decisiva. Por el mismo tiempo leía yo a Luis G. Urbina y
a José Asunción Silva, que acababa de morir. A Darío no leí sino hasta los veinte
años y fue más o menos a esa edad cuando sentí repentinamente el anhelo de
escribir. Mi primer poema, lo recuerdo muy bien, es bellísimo, aun en medio de
sus titubeos. Está publicado y se llama “La tristeza del camino”. He sacado la
poesía de mí mismo y ha sido, durante toda mi vida, un ejercicio desinteresado
no sólo en cuanto a lo económico, sino que nunca me he preocupado siquiera de
hacerme publicidad alguna. El hecho de haber llegado a los cincuenta años sin
publicar un libro, lo demuestra. Y es que la poesía ha sido para mí la mejor
recompensa. Recompensa de haber nacido, de tener que morir, de sufrir y de
encontrarme dentro del mundo. Esa es la angustia humana, sabe usted, la eterna
pregunta de Hamlet. ¿Soy? ¿No soy? ¿A dónde voy a ir? ¿Por qué he venido? Y sin
embargo la poesía ha sido para mí la presea, la corona de todos mis esfuerzos,
de todas mis luchas en la vida. Usted lo ve, estoy pobre, enfermo, y aun así,
si en mi mano estuviera el poder volver a nacer y cambiar el panorama de mi
vida, no lo haría.
Recuerdo que, en una novelita de Unamuno, uno de los
personajes decía que “Hay que aceptar la religión porque es opio”. Los
místicos, también, resuelven este problema a su manera. Yo, en cambio, soy un
epicúreo y además, católico. Católico por disciplina, y por elegancia
Después, he vagado por aquí y por allá... Llegué a México en
1907, sin dinero y como un campesino asustado. Recuerdo que me causó pavor la metrópoli,
un miedo extraño. Fui entonces a vivir a Monterrey y allí me hice periodista.
México es un país extraordinario, me gusta muchísimo, aunque, claro, tengo
siempre la nostalgia de Colombia. Sigo siendo muy antioqueño en mi carácter, y
hombre de ideas universales. Esto es, un hombre que, al fin y al cabo, es el
elemento poético por excelencia, todo elemento estético reside allí, porque la
poesía debe ser humana y el hombre ha sido y sigue siendo valor estético en
todas las épocas. Lo mismo en Hegel que en Nietzsche, en los siglos góticos que
en el Renacimiento.
Y ahora, ya lo ve, la poesía está incapacitada, como todas
las artes, para resolver en forma alguna los problemas del mundo actual. La
poesía está inerme, incapacitada para oponer reacciones inmediatas al torrente
de la muerte en la guerra. Sólo prácticamente pueden ser combatidos la
violencia y el odio para restaurar las virtudes cristianas. Es angustioso,
terrible y desolador.
¿Qué podemos hacer nosotros contra el bronce y la sangre?
Sólo practicar el amor cristiano. Rectificar en nombre nuestro y en el de todos
los equivocados. Tratar de ser interiormente lo más perfecto que se pueda.
Aquí calla barba Jacob, se ve el esfuerzo enorme que ha
tenido que hacer para poder hablar conmigo, contarme sus cosas, sus
impresiones. Un grupo de amigos suyos ha pretendido que vuelva a su país pero esto es imposible por
el estado de gravedad en que se encuentra y no sólo eso sino que su condición
económica es muy precaria.
Colombia vuelve a ser, para Barba Jacob, la tierra
prometida. Pero su espíritu está allá en Antioquia, entre los campesinos tan
cercanos, como él dice, a la perfección evangélica.