sábado, 16 de febrero de 2019

Los poetas hablan del poeta. (Textos varios)

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MARÍA MERCEDES CARRANZA
9 mar 2002
... Y LA VERDAD: su cara alargada y maciza, de quijada memorable, labios extendidos y gruesos y nariz de judío errante, bien puede recordar el rostro de ese equino, según lo advirtió el guatemalteco Rafael Arévalo Martínez. Se trata del poeta colombiano Miguel Ángel Osorio, también conocido por varios seudónimos, como Maín Ximénez, Ricardo Arenales y aquel con que hoy se le identifica: Porfirio Barba Jacob, quien nació en un pueblo montañoso y perdido de la geografía colombiana en 1883 y murió 59 años después en Ciudad de México, miserablemente pobre y destruido.
Curioso destino el suyo como poeta: sólo escribió alrededor de 120 poemas y lo hizo en la época más temprana de su vida: en 1925 tenía ya la mayor parte de esa obra y durante los años restantes los llevó siempre consigo, sin terminar nunca de corregirlos; redactó para ellos cinco prólogos, ideó varios títulos distintos y nunca publicó ese tan planeado libro. En vida suya salieron tres compilaciones por iniciativa de amigos: Rosas negras, Canciones y elegías y La canción de la vida profunda y otros poemas.
Desdeñada su obra por notables, como Pablo Neruda y Octavio Paz, es ésta además muy poco conocida fuera de su país y de México, lugar donde vivió muchos años. Sin embargo, en Colombia es el gran poeta nacional, por encima incluso de José Asunción Silva. Hace unos años, la Casa de Poesía Silva realizó un sondeo para escoger el mejor poema de nuestra literatura y el vencedor indiscutible por votación popular fue Barba, con su poema La canción de la vida profunda, del cual no hay colombiano que se respete que no sepa de memoria al menos una estrofa: 'Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos... / -¡niñez en el crepúsculo! ¡lagunas de zafir!- / que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza, / ¡y hasta las propias penas! nos hacen sonreír...'.
Por mi parte, he leído y releído su poesía y debo decir que cada día me gusta más. No influye de ninguna manera en este concepto la imagen de 'poeta maldito' que Barba elaboró con tanta dedicación, ni las hagiografías que han escrito sus biógrafos, donde narran con admiración y reverencia su intensa vida de errancias y vagabundeo por Centroamérica, de miserias, pobreza, inestabilidad, extravagancias y bohemia. Él mismo la recrea en muchos de sus poemas, el más memorable de ellos tal vez sea la Balada de la loca alegría: 'Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac- / mi esfuerzo vano -estéril mi pasión- / soy un perdido -soy un marihuano / a beber -a danzar al son de mi canción...'.
Porque Barba decidió ser un poeta maldito, cuyo modelo tomó de Poe, Verlaine y Baudelaire; y como ellos vivió en la miseria, con abundancia de alcohol, hospitales, homosexualidad y cárceles. Ese malditismo lo traslada a su poesía, que es exaltada y plena de exacerbada pasión, pero también angustiada por el temor a la muerte, la evidencia de la nada y la fugacidad de las cosas de la vida, de lo cual su magnífico poema Futuro es un buen ejemplo: 'Decid cuando yo muera... (¡y el día esté lejano!): / soberbio y desdeñoso, pródigo y turbulento, / en el vital deliquio por siempre insaciado, era un llama al viento... / Vagó, sensual y triste, por islas de su América; / en un pinar de Honduras vigorizó el aliento; / la tierra mexicana le dio su rebeldía, / su libertad, su fuerza... Y era un llama al viento'.
Con el prurito de la novedad, algunos críticos han descalificado su poesía, alegando falta de originalidad y por no aportar nada nuevo a la poesía en lengua española. He ahí un falso dilema, pues una obra importante no tiene que ser necesariamente renovadora, basta con que tenga calidad, y en Barba, a pesar de los frecuentes excesos verbales y de los rebuscamientos seudoeruditos, la hay y muy buena en por lo menos siete poemas -que ya es decir- antologables en cualquier ámbito literario. Entre ellos está el que para muchos es el mejor poema homosexual de nuestra lengua, Los desposados de la muerte: '... Leonel Robledo era muy tímido / bajo una apariencia llena de majestad. / En el recóndito espejo de su ternura / se le reflejaba la imagen de una mujer. / Toda su fuerza era para el ensueño y la evocación. / Le vi llorar una vez por males de ausencia / y me dije: hay una tempestad en una gota de rocío / y, sin embargo, no se conmueven los luceros...'.
Que su poesía carece de originalidad es verdad. Y aún más: no sólo no innova, sino que representa un romanticismo ya muy tardío, el cual, según algunos críticos como Eugenio Florit y José Olivio Jiménez, constituye una de las tendencias del posmodernismo hispanoamericano, época literaria durante la que escribe el colombiano. Ni temas ni técnicas nuevas, pero, en sus mejores momentos, una muy seductora magia verbal, una demoniaca vitalidad y un sobrecogedor lamento de ángel caído: 'Coro: / Nosotros somos los delirantes, / los delirantes de la pasión: / ved nuestras vagas huellas errantes, y en nuestras manos febricitantes / rojas piltrafas de corazón. / Abrid, que llegan los trashumantes / de una ignorada, muelle Stambul, / ¿A qué las fugas alucinantes, / si hay tras las arduas cumbres distantes / los mismos mares y el mismo azul?'.
Los estudiosos han visto en Barba a un romántico, en su intimismo, su individualismo y en esa pasión como trasunto del poeta ungido por el destino, del ser excepcional que se consideraba. Y un romántico también en los temas: 'Te me vas, torcaza rendida, juventud dulce, / dulcemente desfallecida: ¡te me vas! / Tiembla en tus embriagueces el dolor de la vida. / -¿Y nada más? / -Y un poco más... / La mujer y la gloria, con puños ternezuelos, / llamaron quedamente a mi alma infantil. / ¡Oh, los primarios ímpetus! ¡Los matinales vuelos! / Tuve una novia... Me parece que fue en abril...'. Pero al mismo tiempo su poesía revela a un hábil artesano de la técnica modernista, de su música, su lenguaje y su estética, con resonancias evidentes de Darío y Lugones. Va un ejemplo: 'Yo no sabía que el azul mañana / es vago espectro del brumoso ayer; / que agitado por soplos de centurias / el corazón anhela arder, arder. / Siento su influjo, y su latencia, y cuando / quiere sus luminarias encender. / Pero la vida está llamando, / y ya no es hora de aprender'.
Y a este cóctel hay que agregar el decadentismo de acento delirante de los poetas malditos del XIX: 'Yo fuerte, yo exaltado, yo anhelante, / opreso en la urna del día, / engreído en mi corazón, / ebrio de mi fantasía, / y la Eternidad adelante... / adelante... / adelante...'.
En fin: tal es un vago retrato poético de Porfirio Barba Jacob, el vagabundo, el marihuano, el maldito, el fracasado, el incomprendido, el dionisiaco, el lujurioso, el homosexual, el marginado, el menesteroso, el alcohólico... Pero también, el poeta que merece ser leído: esta breve nota es una invitación a hacerlo.
María Mercedes Carranza (Bogotá, 1945) es directora de la Casa de Poesía Silva de Bogotá. Ha publicado libros como El canto de las moscas (Debolsillo), Vainas y otros poemas (1972), Tengo miedo (1982), Hola soledad (1987) y Maneras del desamor (1995).


Por: DARIO JARAMILLO AGUDELO  04 de abril 1999, 12:00 a.m.

Fue expulsado de cuatro países y vivía del que se dejara desplumar y del periodismo, a veces armado con el aguijón del panfleto, otras con la prosa penetrante del analista, en ocasiones en plan de crónica, todos los géneros desempeñados con mucha habilidad y sin ninguna ética. Pero oigámoslo a él mismo: entré al periodismo... (y) ya sé su secreto: ... consiste en escribir muchos artículos cortos con desenvoltura comedida, opinar sobre todos los temas que uno no conoce, saber ponerse romántico todos los días de distinto modo, profesarle horror a la verdad, y urdir todos los días pequeñas trampas donde caigan los lectores ingenuos, que aún quedan algunos.
En cuanto estas últimas, en Bogotá levantó las ventas del El Espectador con una serie de reportajes sobre un duende que visitaba a una niña. En la brega periodística, uno de sus fuertes fue la nota panfletaria, como este ejemplo que bien merece estar en la antología universal del vituperio, el comienzo de un retrato de Pablo González, general y caudillo de la revolución mexicana: figura singular, toda de sombra, no se ilumina más que por los relámpagos de su despecho. Sonríe y destila hiel. Sus ojos miran zigzagueando, cual si temiese quedar de hito en hito con su lealtad.
En suma, Porfirio Barba Jacob era una pluma a sueldo, un cínico, un sablista, un vividor, un vicioso, en fin, un pequeño truhán difícil de fiar. Cómo puede un tipo así figurar entre los colombianos más sobresalientes del siglo XX? Porque Porfirio fue un gran poeta, está dispuesto a contestar casi cualquier habitante de nuestro país. La gente se sabe sus versos, los estudiosos lo incluyen en las antologías y figura a la derecha de Silva y por encima de Valencia entre los diosecitos de la poesía colombiana de hoy.
Modernista anacrónico El asunto quedaría zanjado si no fuera porque esta opinión es casi exclusivamente doméstica y Barba Jacob no cuenta sino muy marginalmente cuando el recuento se hace desde la perspectiva de la lengua castellana. Con excepción de algunos mexicanos Vasconcelos, Jorge Cuesta, Elías Nandino, Gilberto Owen..., las escasas opiniones vertidas sobre Barba Jacob no son nada favorables y su momento de mayor consagración, su inclusión en la histórica antología Laurel, fue desvirtuado en la reedición de la misma por Octavio Paz, quien dice que Barba era un poeta anacrónico, un modernista retrasado.
Barba Jacob mismo se sabía anacrónico. En 1922, en Guatemala, dictó una conferencia contra la poesía de vanguardia. La reseña periodística lo llama soldado de la vieja lírica. Ocho años después, en La Habana, repite la diatriba y la prensa no lo rebaja de ánfora de museo. Era verdad. Barba Jacob andaba recitando y republicando sus versos llenos de palabras desuetas y altisonantes alabastro, ambrosía, carbunclo, celajes, dogal, lampos, liuro, lirio, nacarino, opalino, vagaroso, vesperal, undívago mucho después de Huidobro, de Vallejo, de Neruda, de otra sensibilidad que envejeció terriblemente la retórica de los modernistas.
Nada de esto parece importarle al fervor colombiano por Barba Jacob, lo que confirma una conducta histórica del país. Nunca estuvimos al día en cuestiones de arte, de estética y las vanguardias nos llegaron tarde y a pedacitos. Entre tanto, la retórica de los periódicos, de la política, la oratoria de los púlpitos, los actos académicos y los juzgados hace años se fosilizó y quedó empalagada de adjetivos, sometida a la pausa ampulosa y a la solemnidad propias del modernismo. Barba Jacob no pasa de moda porque los colombianos nos quedamos en la moda de los tiempos de Barba Jacob.
Por mucho tiempo, Barba Jacob fue un poeta trashumante, rodeado de una leyenda negra, abundante en un anecdotario de seguro apócrifo, al fin y al cabo un personaje inasible. Pero llegó el talentosísimo Fernando Vallejo, rastreó al personaje y escribió Barba Jacob, el mensajero, que es, de lejos, la mejor biografía que se ha escrito en Colombia. Vallejo, como casi todos los colombianos, admira al poeta pero no tiene pelos en la lengua para retratar la clase de individuo que era y muestra las circunstancias concretas en que Barba era un provinciano dañino, un pequeño estafador, un exhibicionista de sus hábitos más socialmente condenables, un campesino fungiendo de satanás, un poeta irremediablemente anacrónico en la retórica de sus versos, cuestión esta que Vallejo salva llamando a Porfirio intemporal.
El entusiasmo colombiano hacia Barba Jacob es compartido por la crítica y por una clase media que ve en Porfirio a la encarnación del demonio y por lo tanto, a un poeta auténticamente inspirado. Con excepción de Rafael Gutiérrez Girardot que piensa que Barba Jacob dominó el arte de decir banalidades sonoramente, la opinión colombiana especializada de hoy es toda incienso.
Verdadero poeta, poeta porque sí: la afirmación, aislada, parece una mera petición de principio que adquiere el carácter autoevidente del argumento de autoridad, al saber que proviene del poeta vivo más importante de Colombia, Alvaro Mutis, cuando fue entrevistado por García Márquez. Y el mismo García Márquez, en un ensayo de 1960 La literatura colombiana, un fraude a la nación afirma que seis grandes puntos de referencia podrían servir de apoyo para establecer los colosales vacíos de la literatura colombiana. Y enseguida hace un recorrido de tres estaciones para la narrativa El carnero, La María y La vorágine y tres estaciones para la poesía Domínguez Camargo, la dupla Pombo/Silva y, adivinen quién, Porfirio Barba Jacob.
Después de la admiración que le profesaron, Los Nuevos ellos también modernistas a su modo, como León de Greiff, acaso la primera generación que colocó a Barba Jacob en la cima del Parnaso fue Piedra y Cielo. Eduardo Carranza escribió estas palabras en 1942 inaugurando así la apologética porfiriana: Con la muerte de Barba Jacob desaparece el más grande poeta de todos los tiempos colombianos y uno de los mayores líricos del idioma español... Nadie puede compararse en hondura y densidad, en fuerza expresiva, en demoniaca vitalidad poética a Barba Jacob.
El elogio de Carranza tiene el mérito adicional de contener todos los demás que vinieron después; aún más, estableció el lenguaje oficial de los ditirambos posteriores, como si no existieran otras palabras para referirse al poeta. Andrés Holguín lo entronizó en todas sus antologías como el principal poeta colombiano y Juan Gustavo Cobo no duda en decir que ya es hora de leer a Barba, pues en su poesía asoma una repentina belleza, insuflada de fuerza y pavor ante la muerte.
Nueve antorchas Omitido o mirado de reojo por los críticos de fuera de Colombia, exaltado y unánimemente proclamado como la cima más alta de la poesía por los colombianos, cabe preguntarse de qué estamos hablando, cuál es la materia de desacuerdo. Y se trata de unos poemas, aproximadamente 150, que escribió Barba a lo largo de su vida. Extremando el cernido, al final llegamos a un pequeño pero significativo conjunto, cuyo núcleo fue escogido por el propio poeta como las nueve antorchas contra el viento, que él mismo consideraba perfectas: las llamo perfectas porque he expresado a trazos mi concepción del mundo, mi emoción, mi alarido, la robustez varonil de mi alma en el dolor de la vida. Tal como yo quería expresarlos, con un acento personal lleno de dignidad, dando fulgencia a las palabras, aliñando la música hasta sus últimos matices dentro de pautas un poco arcaicas. Estos nueve poemas, admitidos como anacrónicos y perfectos son La estrella de la tarde, Canción de la vida profunda, Elegía de septiembre, Un hombre, Los desposados de la muerte, El son del viento, Canción de la soledad, Balada de la loca alegría, La reina y Futuro. Vale la pena resaltar la coincidencia de la autocrítica del poeta con quienes los han valorado. La antología Laurel incluye las nueve antorchas y le añade otras a la lista.
Hernando Valencia Goelkel, acaso el más ponderado de sus críticos colombianos, después de precisar que la cercana, magnífica obra de Darío le bastó para sus necesidades expresivas y en ese sentido su obra es la de un epígono brillante y sin complicaciones, encuentra sus principales valores que, acaso, sitúan a Barba Jacob en un lugar justo y proporcionado, más allá de la apologética nacional, más acá del desdén de los no nativos: Barba era también un eficaz artesano del verso. Sus canciones, llenas de desafuero y de exacerbación pasional, están construidas con una hábil simetría, reflexiva y organizada. La Balada de la loca alegría una de las mejores elegías contemporáneas en español, Los desposados de la muerte, la Elegía de septiembre, Futuro, en fin, ese puñado de poemas en que se concentra lo más valioso de la creación de Barba Jacob, son casi un refinamiento, una depuración del modernismo... Pero su obra se petrificó ahí: el ocio infecundo de sus últimos años no permite presumir qué hubiera sido de la poesía de Barba si este hubiera continuado su búsqueda expresiva. Sea como fuere, a ese puñado de poemas ha quedado reducido Miguel Ángel Osorio. Si duran ..., si sobreviven los lamentos que empiezan a sonar un poco a hueco, sobrarán entonces las exégesis y los reproches. Barba Jacob, entonces, no necesitará ni nuestra alabanza, ni nuestra censura, ni nuestra inquisición. Ni siquiera nuestra piedad.


12 Sep 2015
PORFIRIO BARBA-JACOB, LA LLAMA AL VIENTO
Porfirio Barba-Jacob        
A Rafael Pérez Unquiles, fundador de periódicos y viajero.

Esta es la breve crónica de un hombre con muchos nombres, sin clara identidad, aunque los verdaderos amantes de la poesía lo reconocen sin ambages así aquel intente esconderse en mil seudónimos, para ellos siempre será Porfirio Barba-Jacob[2]. Bautizado católicamente como Miguel Ángel Osorio Benítez, nacido en Santa Rosa de Osos (Antioquia, Colombia) en 1883, tuvo muchos oficios en la vida, pasó de ser profesor de escuela a periodista, corresponsal viajero, poeta existencial y finalmente decidió transmutarse en una llama al vaivén del viento.

De Barba-Jacob, se ha dicho que era un “príncipe sombrío”, un “poeta maldito, desorbitado y trashumante”, aunque los poetas malditos en su destino, suelen ser bendecidos en sus creaciones, cosas de la ley de la compensación universal. Este migrante de la palabra, alcanzó sus mejores versos y dejó su herencia periodística, en los múltiples recorridos por Centroamérica y México. Barba-Jacob fue precursor e innovador del periodismo en esa parte del mundo, fundador de periódicos, algunos circulan todavía.
La literatura exalta a Barba-Jacob como autor de memorables poesías, las cuales siempre reinventaba, como la estremecedora “Canción de la Vida Profunda”, discurso lírico filosófico sobre la existencia. Uno no puede morirse, sin leer esa parábola seglar hecha verso. En una época en que los poetas eran famosos personajes, como los cantantes y actores contemporáneos, Barba-Jacob fue gran celebridad. Sus recitales llenaban los teatros en donde se programaban. Sin embargo, él mismo nunca promovió la publicación de sus versos, en vida y en muerte, la edición de su obra poética ha sido labor de amigos y admiradores. Quizás nunca estuvo convencido de su talento, gustaba de corregir permanentemente sus líneas.
Quien desee conocer la vida y pecados (porque milagros nunca hizo, aparte de sus logros con la palabra y la noticia) de este complejo hombre, puede leer la exhaustiva biografía “El Mensajero”, escrita en un solo profuso capítulo, sin límites ni separaciones, por otro paisano del poeta periodista, el controvertido Fernando Vallejo, tan proclive como Barba-Jacob al escándalo, pero también   a la ofensa, muchas veces gratuita. Soy de los que no soportan algunas expresiones y salidas de tono de Vallejo, pero reconozco su oficio y talento.
Fernando Vallejo autor de la biografía “El Mensajero”
Como apuntaba en el primer párrafo y si el lector ya lo olvidó, le refresco la memoria, Barba-Jacob primero se llamó Miguel Ángel Osorio, pero los periodistas de Centroamérica y México lo conocieron como Ricardo Arenales. A lo largo de su vida coleccionó muchos más nombres, Maín Ximénez, Junios Califax, Almafuerte, El Corresponsal Viajero, Juan Sin Miedo. incluso en una crisis económica, llegó a personificar a un sacerdote en Honduras con el nombre de Manuel Santoveña, en un trámite notarial en Colombia se hizo pasar por el señor Salvador Castro. El mismo hombre a quien el poeta guatemalteco Rafael Arévalo, inmortalizó en un ensayo homenaje titulado “El Hombre que parecía un Caballo”.
Sobre la identidad de Barba-Jacob, la realidad confirma y supera el mito. Uno de los tantos periódicos que el poeta colombiano ayudó a forjar, “El Porvenir”, de Monterrey, México, en su página de Internet habla de su fundador, el periodista Ricardo Arenales, a quien “se le conoció también como Miguel Ángel Osorio”. Ese dato no lo aporta Vallejo, es un modesto descubrimiento que me atribuyo.
http://www.elporvenir.com.mx/index.php?option=com_content&view=article&id=96&Itemid=209&dia=2015-09-07
Porfirio Barba-Jacob nunca tuvo dinero, pero jamás le faltó crédito o efectivo, su ingenio para conseguir recursos económicos, sólo era comparable con su habilidad para despilfarrarlos. Vivió bien, hasta la exageración, murió sin nada en 1942 en México cuando le acompañaba Rafael Delgado, un joven nicaragüense, a quien el viajero periodista adoptó como hijo en una de sus correrías. Es incorrecto decir que murió sin nada, poseía una vieja maleta con los versos escritos en sus viajes, la mejor herencia de un escritor.
Los dictadores de comienzos de siglo XX tenían como deporte favorito, expulsar a Barba-Jacob de sus territorios. En ocasiones lo tachaban de revolucionario, en ocasiones de reaccionario. El pecado del hombre, fue escribir lo que siempre sintió, sin comprometerse con ninguna causa o ideología política. Un periodista implacable con los poderosos, un poeta clemente con los desheredados y marginales. Un pionero e innovador en el periodismo escrito que como el gran amigo a quien dedico estas líneas, impulsó y trabajó en medios en español en tierra de idiomas ajenos, pues también estuvo aventurándose en los Estados Unidos.
Fernando Vallejo no duda al afirmar que sabe más de la vida de Barba-Jacob, que el mismo poeta y agrega “Yo que sólo coincidí con él sobre esta tierra ese instante, ese único instante en que él se iba de esta comedia en México y yo venía en Antioquia…Pero naciendo yo como él bajo el mismo cielo. Y para las payasadas del destino y los cálculos de los astrólogos ese cielo es el que cuenta”. En otras palabras, el cielo antioqueño, firmamento colombiano.
Porfirio Barba-Jacob o como quiera llamarle el lector, legó algunas de las mejores páginas a la poesía hispanoamericana. Vallejo dice que finalmente lo encontró en forma de humo, en mi caso, prefiero seguir pensándolo como fuego vivo, desafiante ante poderosos, humanos y divinos. Como la llama al viento, descrita en su poema Futuro, con el cual así concluimos lo iniciado. Incluso deseo pensar, que, a diferencia del último verso, el viento nunca lo apagó.
FUTURO
Decid cuando yo muera… (¡y el día esté lejano!):
soberbio y desdeñoso, pródigo y turbulento,
en el vital deliquio por siempre insaciado,
era una llama al viento…
Vagó, sensual y triste, por islas de su América;
en un pinar de Honduras vigorizó el aliento;
la tierra mexicana le dio su rebeldía,
su libertad, su fuerza… Y era una llama al viento.
De simas no sondadas subía a las estrellas;
un gran dolor incógnito vibraba por su acento;
fue sabio en sus abismos -y humilde, humilde, humilde-
porque no es nada una llamita al viento…
Y supo cosas lúgubres, tan hondas y letales,
que nunca humana lira jamás esclareció,
y nadie ha comprendido su trágico lamento…
Era una llama al viento y el viento la apagó.


Dixon Acosta



Barba Jacob, Porfirio
Por Fernando Vallejo
Último y más famoso de los seudónimos del poeta y periodista antioqueño Miguel Ángel Osorio Benítez (Santa Rosa de Osos, 1883 - Ciudad de México, 1942). Con este seudónimo y con el de Ricardo Arenales firmó todos sus poemas. El de Ricardo Arenales lo adoptó en Barranquilla en 1906, al inicio de un largo peregrinaje que le llevó por múltiples ciudades de países de las tres Américas, y lo usó hasta 1922 cuando, en Guatemala, se lo cambió por el de Porfirio Barba Jacob, que conservó hasta su muerte. Sus artículos periodísticos, aparecidos en una veintena de publicaciones del continente, no llevan firma, o están firmados ocasionalmente con otros seudónimos: Juan Sin Miedo, Juan Sin Tierra, Juan Azteca, Junius, Cálifax, Almafuerte (que también usó el poeta argentino Pedro Palacios), El Corresponsal Viajero... En cuanto al de Maín Ximénez, más que un seudónimo fue el personaje de un gran poema o drama que se le quedó en proyecto. Estos cambios de nombre, al igual que su movilidad geográfica, son buen reflejo de su natural inconstancia y de su perenne ansia de renovación. Ya al final de su vida pensaba cambiarse el de Porfirio Barba-Jacob por el Juan Pedro Pablo, para borrarse en el nombre de todos con el nombre de nadie. Tras dejar Antioquia, donde había fundado una escuelita campesina, la “Escuela de la Iniciación”, Barba Jacob publicó en Barranquilla, en 1906 y 1907, en sendos folletos, dos largos poemas, “La tristeza del camino” y “Campaña florida”, y varios poemas en la prensa local, entre los cuales, la célebre “Parábola del retorno”, es muy popular en Colombia.
Con los trovadores colombianos Franco y Marín se embarcó en Barranquilla, y por Costa Rica, Jamaica y Cuba llegó a México. En Monterrey fundó la Revista Contemporánea, una de las más grandes revistas literarias mexicanas (de la que salieron catorce números y que tuvo por colaboradores, entre muchos, a Alfonso Reyes y los hermanos Max y Pedro Henríquez Ureña), y fue jefe de redacción del viejo y prestigioso diario El Espectador, con el que acabó quedándose. Por sus ataques a políticos porfiristas locales desde las columnas de ese periódico fue a dar seis meses a la cárcel, de la que lo sacó la revolución. Ya en la capital de México colaboró en El Imparcial, El Porvenir reyista y El Independiente, y fundó Churubuseo, de éxito resonante y efímera duración. Con el seudónimo de Emigdio S. Paniagua publicó en 1913, en folleto, el largo reportaje periodístico “El combate de la ciudadela narrado por un extranjero”, sobre los sangrientos sucesos que siguieron al asesinato del presidente Francisco Madero y que se conocen como la “Decena trágica”. Obligado a huir de México por su defensa del caído régimen porfirista y por sus ataques a la revolución triunfante de Venustiano Carranza y Pancho Villa, Barba Jacob fue a dar a Guatemala, donde habría de dejar honda huella. Allí, en 1914, su amigo el poeta y cuentista guatemalteco Rafael Arévalo Martínez escribió inspirándose en él, en Ricardo Arenales o el señor de Aretal, su mejor relato, “El hombre que parecía un caballo”, que le dio gran notoriedad a su autor y que empezó a forjar la leyenda del poeta colombiano. Por no plegarse a la voluntad del déspota de Guatemala, Manuel Estrada Cabrera, hubo de marcharse del país dejando a medio publicar su libro Tierras de Canaán, para volver, por segunda vez, a Cuba. En esta nueva estadía en la isla (1915) Barba Jacob compuso algunos de sus más bellos poemas: “Canción innominada”, “Elegía de septiembre”, “Lamentación de octubre”, “Soberbia” y “Canción de la vida profunda”, su más célebre poema. En 1916 andaba por Nueva York escribiendo en la prensa de lengua española. En Nueva York se embarcó para La Ceiba, pueblito de la zona bananera en la costa norte hondureña, en el cual fundó un pequeño diario, Ideas y Noticias, patrocinado por el comandante del puerto, general Augusto Monterroso. De Honduras pasó a El Salvador, a cuya capital llegó el 7 de junio de 1917, el mismo día del terremoto que destruyó a la pequeña ciudad, suceso sobre el que escribió un folleto de gran éxito, “El terremoto de San Salvador, narración de un sobreviviente”
Este folleto se imprimió en las prensas semiderruidas del Diario del Salvador, para el cual escribió, durante varios meses, los editoriales. Al año siguiente estaba de regreso en la Ciudad de México escribiendo en El Pueblo, y en 1919, en Monterrey fundando El Porvenir (con el mismo nombre del efímero diario reyista de la capital en que había colaborado), que abandonó en pocas semanas pero que habría de convertirse por muchas décadas, en el gran diario del norte de México. Yendo y viniendo por Ciudad Juárez, El Paso y San Antonio y los desiertos de la frontera, tierra de aventura y bandidaje, compuso sus poemas “Los desposados de la muerte” y la “Nueva canción de la vida profunda”, y escribió una biografía de Pancho Villa glorificando al bandido, de la cual dice la leyenda que se vendieron veinte mil ejemplares, pero de los que no se conserva ni uno solo. En 1920 estaba de vuelta en la capital mexicana escribiendo crónicas espeluznantes y amarillistas para El Heraldo y El Demócrata, entre las cuales una serie de cinco reportajes titulados “Los fenómenos espíritas en el Palacio de la Nunciatura”, de los que era protagonista y que aparecían en primera plana ilustrados por dibujos macabros de calaveras y manos de esqueletos apresando un edificio: el Palacio de la Nunciatura justamente, que iba a ser la residencia del nuncio apostólico, pero que, invitado el nuncio a no venir a México por el gobierno anticlerical de Carranza, no lo fue, sino que se convirtió en la sede de las orgías del poeta colombiano, quien por entonces ejercía en el país azteca un alto ministerio de sumo sacerdote del culto de la Dama de los Cabellos Ardientes: la marihuana, la misma que lo inspiró, y que aparece de vez en cuando en ellos, algunos de sus más bellos poemas como “El son del viento”, escrito precisamente en ese alucinado ‘Palacio de la Nunciatura’. De estas fechas datan sus poemas “Balada de la loca alegría”, “Canción de la noche diamantina”, “Elegía de Sayula”, “Estancias”, “Canción de un azul imposible” y “Canción de la soledad”. Durante algunos meses de 1921 dirigió en Guadalajara la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco, a la que fue a visitarlo el esperpéntico don Ramón del Valle Inclán, y que tuvo que dejar por sus escándalos. Al año siguiente sus violentos editoriales en Cronos contra el ministro de Gobernación, general Plutarco Elías Calles, y otros altos funcionarios del gobierno de Alvaro Obregón le valieron la expulsión de México y volvió a Guatemala. Entonces tomó bajo su dirección El Imparcial de ese país, recién fundado, lo modernizó y lo convirtió en el más importante diario centroamericano. De esta estancia en Guatemala es su poema “Futuro”.
Expulsado en 1924 de Guatemala por el general Ubico, ministro de Gobernación de Orellana, llegó por segunda vez a El Salvador, del que lo expulsó el presidente Alfonso Quiñones. Transformado en cura, anduvo predicando de campamento en campamento por las plantaciones bananeras de la costa norte hondureña. En 1925 llegaba de Honduras, vía Nueva Orleans, por tercera vez a Cuba. Anduvo entonces con Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena y demás jóvenes de la “cueva roja” revolucionaria, que fundaron por esas fechas el partido comunista cubano. Al año siguiente estaba en el Perú dirigiendo La Prensa de Lima, vocero del gobierno de Augusto Bernardino Leguía. Por una desavenencia con éste (motivada por la negativa del poeta a escribir la biografía del dictador “como si se tratara de la del Libertador Bolívar”, según se lo sugiriera) debió abandonar la lujosa mansión en que vivía y pasó medio año de tugurio en tugurio, hasta que el embajador colombiano en Lima lo repatrió a Colombia: por el puerto de Buenaventura regresó entonces a su patria tras veinte años de ausencia. Tres se quedó dando recitales por pueblos y ciudades colombianas, o trabajando como jefe de redacción de El Espectador de Bogotá. En Buenaventura, por donde había regresado, se embarcó, y cruzando el canal de Panamá llegó por cuarta vez a Cuba. En esta última estancia en la isla coincidió una noche en una cena y en el malecón con el joven poeta español Federico García Lorca. El embajador mexicano en Cuba, Adolfo Cienfuegos y Camus, le abrió las puertas de la república y volvió a México, en 1930, para quedarse hasta su muerte.
En 1936, en la capital mexicana, se fundó la edición vespertina de Excélsior, Últimas Noticias, en la que el poeta escribió por varios años, en una prosa magistral, sin rival en el periodismo de América, la columna “Perifonemas”. Ni estos, ni sus incontables artículos de tantas publicaciones del continente, han sido recogidos en volumen. Por lo demás, el poeta nunca tuvo en gran estima su labor periodística, que consideraba una simple forma de ganarse el pan y nada más. En cuanto a sus versos, nunca los publicó él, los publicaron otros. En vida del poeta las más prestigiosas revistas literarias americanas fueron dando a conocer sus poemas: Letras y El Fígaro de La Habana, El Ateneo de Honduras, Esfinge y Germinal de Tegucigalpa, los Cuadernos americanos de San José de Costa Rica, los suplementos literarios de El Espectador y El Tiempo de Bogotá... Un centenar escaso de poemas, de una poesía musical y conturbada, que el poeta pulió hasta su muerte, sin quedar nunca plenamente satisfecho de ninguno. Tres recopilaciones de sus versos le hicieron sus amigos en vida y una póstuma: Rosas negras, en 1932 y en Guatemala, bajo la dirección de Arévalo Martínez; Canciones y elegías, en 1933 y en México, al cuidado de Renato Leduc, Edmundo O'Gormann y Justino Fernández; La canción de la vida profunda y otros poemas, dirigida por Juan Bautista Jaramillo Meza, en 1937, en Manizales. Por todas ellas Barba Jacob sentía un impotente horror, imposibilitado de recogerlas y destruirlas. En cuanto a la póstuma, la hicieron Manuel Ayala Tejeda y otros amigos, en 1944, en una imprenta oficial y con papel regalado: los Poemas intemporales. Minado por la tuberculosis, el alcohol, la marihuana y la miseria, pocos días después de haber recibido al confesor y los últimos auxilios de la religión católica (la de sus abuelos, a quienes quiso más que a nadie), Barba Jacob moría en un apartamento sin calefacción ni muebles de la ciudad de México. Moría de acuerdo con su sino, como último exponente, fuera de tiempo, de los poetas malditos.
Esta biografía fue tomada de la Gran Enciclopedia de Colombia del Círculo de Lectores, tomo de biografías.




Barba Jacob y su miserable muerte en una sucia pensión
El poeta terminó sus días olvidado y solo, perdido en una habitación en México tal como lo cuenta Fernando Vallejo en su biografía recientemente editada.
Por: Iván Gallo - Octubre 20, 2018

 Barba Jacob y su miserable muerte en una sucia pensión
El recibimiento de sus cenizas fue apoteósico. El 10 de enero de 1946 las primeras planas de los periódicos nacionales sólo tenían un titular: ¡Ha regresado el poeta Barba Jacob! La comitiva que traía el cofre con sus restos estaba integrada por Germán Arciniegas, entonces Embajador de Colombia en México, el Gobernador de Antioquia Germán Medina Angulo y el director de educación Ramón Jaramillo Gutiérrez. Los festejos contrastaban atrozmente con lo ocurrido exactamente cuatro años atrás.

Despreciado, olvidado, odiado, Porfirio Barba Jacob tuvo una agonía larga por culpa de la sífilis que lo atormentó durante veinte años y la tuberculosis, enfermedad temida en esa época por su alta mortandad y lo fácil que era su contagio. Recorrió buena parte de Centro América invitado por periodistas para fundar periódicos y revistas. En Churrubusco, su revista mexicana, atacó sin descanso ni piedad al Gobierno de Plutarco Elías Calle. Lo echaron en 1922. Recayó en Guatemala y en la ciudad de Jocotenango, pasado de rones y de plones de marihuana, se subió a la tarima de la plaza central y en un discurso inolvidable descuartizó a José María Orellana, el dictador que había llegado al poder gracias a un golpe de estado patrocinado por la United Fruit Company. Dos días después sería expulsado del país de la misma forma que ocurrió en El Salvador y en el Perú cuando intentó hacerle una biografía a otro sátrapa, el temible Augusto Leguía quien no le perdonó sus bromas.

Pasó como un huracán por todo el continente hasta que recayó de nuevo en el D.F. Sus amigos le dieron la espalda, cansados de que les sacara plata, de su tos eterna, de los pañuelos llenos de coágulos de sangre. La canción de la vida profunda era uno de los poemas más celebrados en Hispanoamérica. Poetas insignes como García Lorca o escritores como Valle-Inclán, se postraban a su paso. Pero aun así estaba en la miseria, en la miseria más absoluta. Le había pedido infructuosamente al gobierno colombiano, a través del embajador Zawadsky, que se apiadara de él, que le mandara una pensión, que no lo dejara a la deriva. El silencio y las promesas vanas fueron las únicas respuestas. El dos de enero de 1942, con los pulmones destruidos por la tuberculosis, tuvo que dejar el Hotel Sevilla donde vivía con su hijo adoptivo, Rafael Delgado, un muchacho nicaragüense alto, fuerte, de intensos ojos verdes por el que el poeta perdió la razón y le perdonó todos defectos: mujeriego, mantenido y vago.


Rafael y su mujer lo arrastraron en una silla hasta la calle López al apartamento sin muebles donde moriría 12 días después. En ese lugar el dolor lo abandonó por breves espacios, como el momento en el que la colombiana Alicia de Moya, una joven que adoraba sus versos y que le llevó natilla y buñuelos, los sabores decembrinos de su tierra. Unos pocos buenos amigos lo visitaron en su agonía. Contradiciendo su satanismo ramplante, su cinismo atroz, llamó a un cura para que lo confesara el 7 de enero. Muerto de dolor le pedía al crucifijo que colgaba en su pared que tuviera piedad, que se lo llevara ya. La agonía seguía. Muchas veces sus amigos lo habían visto morir pero Barba Jacob siempre resucitaba. Ahora, a los 59 años, la muerte parecía inminente.

Y si, el miércoles 14 de enero, a las 3: 15 de la madrugada, cuando la temperatura había descendido a los seis grados bajo cero, mientras suplicante esperaba a Rafael, a su niño Rafael, para partir al viaje eterno, Barba Jacob murió. La única que estuvo allí fue Concepción Varela, la esposa de su amante. Cuando Rafael Regresó a ese miserable apartamento su mujer lo reconvino “Para qué te vas si el señor se murió” y Rafael Delgado empezó a dar gritos, a llorar como un desesperado mientras Concepción intentaba calmarlo en vano. Al otro día los titulares de todo México y de Colombia lamentaban la muerte del poeta más grande de América. Su último pedido lo dejó en un papel: suplicaba que le ayudaran a Rafael Delgado a devolverse para León en Nicaragua, su ciudad. Seis años demoró el gobierno colombiano en cumplirle el deseo, el mismo tiempo que tardó la delegación encabezada por el gobernador de Antioquia para repatriar sus restos. Sólo hasta el 2015, 73 años después de su muerte, la copa de plata que contiene sus cenizas regresó a Santa Rosa de Osos, el pueblo donde nació bajo el nombre de Miguel Ángel Osorio.

Poco antes de morir acosado por el terrible rigor de la tuberculosis Porfirio Barba Jacob escribía en una de sus cartas: "estoy en vísperas de una gran solemnidad en mi vida: la tranfiguración. -Y, sin embargo, pienso en mi poesía".
Si hay algo constante en la historia de Miguel Ángel Osorio (después llamado Maín Ximénez, Ricardo Arenales y Porfirio Barba Jacob), fue su entrega al arte y el coraje de vivir con perseverancia sus propias inconsistencias. Barba Jacob rechazó cualquier destino que no fuera el de la poesía y el de las rutas de su singularidad personal: se negó a seguir una carrera, a entregarse a un solo oficio, a vivir en un solo país, a soportar una sola ideología. Rechazó ese valor tan estimado en nuestra cultura que es la coherencia: la cual no mantuvo sino con su destino literario y con la urgencia de dejarse ser en los tumbos de su vida.

Nacido en Santa Rosa de Osos, Antioquia, en 1883, Barba Jacob creció con sus abuelos y tuvo una difícil relación con sus padres y con Colombia: familia y patria, dos de los símbolos más fuertes de nuestro territorio cultural en el joven siglo XX. Entre sus amigos, que lo recordaban con cariño y estremecimiento, Juan Bautista Jaramillo Meza relata que el poeta alguna vez le dijo: "Amigo mío, para ser hombre, pero en toda su plenitud, son necesarias dos cosas imperativas: odiar la patria y aborrecer a la madre". No es una sorpresa que con el filo -entonces peligroso- de palabras como esas fuera tildado de demoníaco, y al tiempo, que el furor con que eran pronunciadas y la revelación que perfilaban, hicieran también que al gran iconoclasta Barba Jacob se le admirara en la línea difusa del amor y del odio.
Este príncipe sombrío, como le decía Jaramillo, era portador de una arisca independencia, que lo hizo nómada y que, sin embargo, fue también una independencia turbia. Así, por ejemplo, siendo liberal, luchó en las filas conservadoras durante la Guerra de los Mil Días. Así, fue demócrata y trabajó para dos dictadores, Porfirio Díaz en México y Leguía en el Perú. Así, amó las comodidades y el lujo, pero también supo pasar hambre, andar descalzo y viajar en tercera cargando su maleta de versos, tres vestidos, y a Rafael Delgado, un muchachito mexicano a quien adoptó como su hijo.

Su nomadismo lo llevó primero al mar, desde Antioquia, y luego a México, Estados Unidos, a todos los países de América Central, y de vuelta a México en donde murió. Su intermitente estabilidad con los asuntos del mundo, y la oscilante política mexicana, que Barba Jacob sufrió de un presidente a otro, del exilio al retorno y de la cárcel a la libertad, lo pusieron en diferentes trabajos: recitales aquí, periodismo del bravo allá. Durmió en innumerables pensiones, comió en casas acogedoras de las que se iba sin despedirse, y también, cuando supo que tenía sífilis, acudió a la "saludable costumbre de internarse en los hospitales para no pagar hoteles" según lo narra Fernando Vallejo en El mensajero, la biografía que escribió sobre nuestro poeta.

Su obra literaria no es extensa. Es sonora e impresionante (otros dicen patética). Se compone de menos de cien poemas que "hay que desentrañar en la complejidad de sus emociones", según lo decía Barba Jacob, porque es "poesía para hechizados".  Su obra periodística, en cambio, es el testimonio de su combate por la vida en un mundo que exigía la supervivencia, un universo a veces agrio para los hechizos, que, sin embargo, formó un importante periodista.
"He vivido", dijo en uno de sus poemas Barba Jacob. Y es verdad: con su vida supo decir esa cosa tremenda. 

Por María José Montoya
El poeta colombiano postmodernista Miguel Ángel Osorio Benítez (1883-1942), mejor conocido a través de sus seudónimos Ricardo Arenales y Porfirio Barba Jacob, gozó en vida y hasta la fecha de una terrible fama de “poeta maldito” (marginado, vicioso, paupérrimo, enfermo, loco, degenerado, amargado, vagabundo, transa, vendido, mitómano), que la emotiva y muy documentada (pero farragosa) biografía de Fernando Vallejo: Barba Jacob, el mensajero (2a. ed., Bogotá, Planeta Colombiana Editorial, 1997) corrige y hasta contradice en parte.
Fue en realidad un escritor de intensa vida social, muy admirado y estimado en todos los países latinoamericanos donde residió; capaz de acumular fortunas, que dilapidaba, y de montar empresas que él mismo se encargaba de hacer quebrar.
Corre innumerable la lista documentable de presidentes, ministros, gobernadores, generales, embajadores, empresarios, banqueros, diputados, directores de periódicos, editores, poetas, escritores y hasta simples dueños o empleados de hoteles, cantinas y fondas, que lo protegieron y ayudaron a lo largo de su vida, en media docena de países.
Nunca vivió “marginado” entre puros homosexuales, delincuentes, teporochos y drogadictos (aunque los frecuentara cotidianamente), como corre la fama: vivió —brillando— en el centro de la vida burguesa, literaria y política de su tiempo; desayunando, brindando y bromeando, siempre que quería (antes de sus años terminales de tuberculosis, ¡y aun entonces!) con millonarios y políticos, burgueses y escritores de toda tendencia.
Se le respetaba y admiraba en México, Cuba, Guatemala, El Salvador, Honduras, Costa Rica, Nicaragua, Colombia, Perú… Especialmente en México, donde se encontró mejor que en parte alguna. (¿Nuestro desordenado país toleraba mejor su desorden? Fue un inmigrante atípico: no parecen haberlo seducido la arqueología, la etnología ni la revolución, menos aún nuestros parnasos ni las joyas coloniales: ¿De dónde tanto amor por México? ¿Qué le dimos que no encontró en Bogotá, en Lima, ni en La Habana? ¿El semitolerante desorden moral cotidiano en las barriadas y los chamacos callejeros —boleros, voceadores, peones— en abundancia: “los rapaces de sueltas cabelleras”?)
Al parecer, la primera mitad de este siglo mexicano era menos pudibunda, al menos entre periodistas, escritores y políticos, de lo que ingenuamente creemos. Personajes tan profesionalmente “edificantes” como Enrique González Martínez, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Manuel Gómez Morín, Jaime Torres Bodet y Rosario Sansores jamás se espantaron de la homosexualidad de Barba Jacob (aunque fuese promiscua, semi-lumpen y exhibicionista) ni de su culto a las drogas. Lo elogiaron y apoyaron económica y públicamente en vida y después de su muerte.
Sólo se sabe de un prócer que, escandalizado, haya hecho detener un taxi, para apearse y no seguir escuchando sus “mariconerías”: Renato Leduc, quien de cualquier manera se tomó el trabajo de editarle a costa propia el mejor de los escasos libros que Osorio, Arenales o Barba Jacob (Maín Ximénez fue otro de sus seudónimos) publicara en vida.
Fernando Vallejo cuenta que algún día José Vasconcelos, entonces Secretario de Educación, fue a buscarlo a su hotel —eran los años de los hoteles de lujo—, y Barba Jacob (a la sazón el fulgurante Ricardo Arenales) se permitió el desplante de recibirlo en su cuarto, con un chamacón completamente desnudo en la cama deshecha; el ministro Vasconcelos no se alarmó por ello ni dejó de considerarlo uno de los mayores poetas de lengua castellana. Lo elogió incluso años después, en La Antorcha.
Dos décadas más tarde, Miguel Ordorica, el puritano directivo de Excélsior, montando en cólera, lanzó toda una investigación para expulsar de inmediato al malviviente que saturaba los excusados y pasillos de su periódico con humo de mariguana: cuando supo que se trataba de Barba Jacob, apaciguó su cólera y olvidó sus represalias. Sólo le preguntó: “¿Y de veras no le hace daño?” Supuestamente Barba Jacob le respondió al laborioso periodista: “Menos que a usted sus dieciocho horas diarias de trabajo”.
Y las veces que se extralimitaba solía correr con suerte, como aquélla, en Guadalajara, cuando era director de una biblioteca importante, e inventó puestos inútiles de bibliotecarios para media docena de sus jóvenes novios: fue despedido por su amigo el gobernador con la mayor discreción.
Quince años después, otro gobernador, el de Guerrero, tuvo que cesarlo de un puesto de profesor de literatura, creado exprofeso para él, también con atenciones y la mayor discreción, cuando se descubrió que cultivaba mariguana, en abundancia, en los propios jardines de las instalaciones educativas oficiales de Chilpancingo.

Bardo errante MIGUEL ANGEL OSORIO BENITEZ nació el 29 de julio de 1883 en Santa Rosa de Osos y murió tuberculoso en Ciudad de México, el 14 de enero de 1942. Hijo de Antonio María Osorio y Pastora Benítez, se crió con sus abuelos en Angostura y en 1895 inició su perenigraje, que lo llevo por varias ciudades del país y a partir de 1907 a Centroamérica y Estados Unidos. Luego de fundar en Bogotá, hacía 1902, el periódico literario El Cancionero Antioqueño, que dirigió como Maín Jiménez, escribió la novela Virginia que nunca vio la luz pues los originales fueron incautados por el alcalde de Santa Rosa por inmoral. En 1906-1907 en Barranquilla escribió sus primeros poemas que hicieron parte de Campiña Florida (1907) donde apareció su más conocido poema Parábola de la vida profunda; entonces adoptó el sobrenombre de Ricardo Arenales, que usó hasta 1922, cuando en Guatemala, lo cambió por Barba Jacob que conservó hasta su muerte. Utilizó otros seudónimos: Juan Sin Miedo, Juan Sin Tierra, Juan Azteca, Junius Cálifax, Almafuerte, El Corresponsal Viajero y otros más. En Centroamérica, México y EU. colaboró en periódicos y revistas. Fue amigo de Porfirio Díaz, por lo tuvo que huir a Guatemala de donde tuvo que salir en 1915 por desacuerdo con Manuel Estrada Cabrera; viajó a Cuba. En 1918 retornó a México y vivió en Ciudad Juárez, El Paso y San Antonio, donde se dice que escribió una perdida biografía de Pancho Villa. En 1922 fue expulsado por Obregón y tuvo que radicarse en Guatemala de donde fue sacado, en 1924, por el general Ubico. Se instaló en El Salvador y fue deportado por el presidente Quiñones; vivió entonces como cura en Honduras, luego fue a Nueva Orleans y Cuba. En 1926 viajó a Lima. En 1927 regresó a Colombia; tras algunos recitales y trabajar en El Espectador, se marchó para no volver. Vivió nuevamente en Cuba, donde conoció a Lorca. En 1930 se radicó definitivamente en México.
 - Porfirio: Decid cuando yo muera... era una llama al viento .
La suya es una obra muy trabajada, lograda día a día, que “resume los esfuerzos de muchos años de experiencia honda y seria sobre el dolor humano” como él mismo lo dice. Su poesía parte de profundas experiencias emotivas que transforma en verdaderas obras de arte. El poeta se analiza en profundidad y comprende que, a pesar de su dolor y de su angustia, ha vivido tan intensamente que puede exclamar como en su Canción innominada: “¡Y nadie ha sido más feliz que yo!”. La presente selección abarca setenta poemas de distintos temas y estructuras, presentados en orden cronológico, según fueron escritos. En la mayoría de los casos se acompañan de una nota de carácter bibliográfico con el propósito de que los lectores tengan una mejor y mayor ilustración.
EL ESPEJO
P.B.J.
¿Mi nombre? Tengo muchos: canción, locura, anhelo.
¿Mi acción? Vi un ave hender la tarde, hender el cielo...
Busqué su huella y sonreí llorando,
y el tiempo fue mis ímpetus dominando.
¿La síntesis? No se supo: un día fecundaré la era
donde me sembrarán. Don Nadie. Un hombre. Un loco. Nada.
Una sombra inquietante y pasajera.
Un odio. Un grito. Nada. Nada.
¡Oh desprecio, oh rencor, oh furia, oh rabia!
La vida está de soles diademada...



Por Neftalí Beltrán
Especial para Noticia de Colombia
(1995).
Por insinuación del director de Noticia de Colombia, Germán Pardo García, me presenté alguno de estos días a ver a Porfirio Barba Jacob.
Germán Pardo García, que siempre ha tenido como una gran preocupación la situación cultural de su país dentro del Continente, tenía un interés muy especial en publicar en su revista una plática, una conversación con este colombiano ilustre que es sin discusión uno de los valores poéticos americanos.
—Porfirio Barba Jacob está muy enfermo, sería bueno que vaya usted a visitarlo.
No esperé más. Siempre he sentido una gran estimación por este poeta como hombre y como creador.
En el “Hotel Sevilla”, en la calle de Ayuntamiento, me encuentro con él. Confieso que me causó una extraña impresión verlo postrado en su lecho. Extraordinariamente delgado, con la voz apagada que parece salirle desde muy adentro.
—¿Cómo se siente usted poeta?
—Ya lo ve, me dice Barba Jacob, muy enfermito.
—¿Y moralmente?
—Muy mal. He sido siempre una persona que ha gustado de la vida a través de los sentidos, y ahora me siento incapacitado para todo. Me ha gustado comer, me ha gustado beber. Nada de eso puedo hacer ahora. El otro día, sabe usted, he vuelto a descubrir lo maravilloso de lo sencillo. Me trajeron, a la hora de la comida, un caldo, nada más que un caldo. Con zanahorias, con nabos. ¡Qué delicia! ¡Qué banquete extraordinario! Y es natural que haya sido así porque yo, en el fondo, soy nada más que un campesino. Mi infancia fue feliz en Antioquia viviendo en medio de rancheros, de hombres del campo que son, como usted sabe, gente sencilla y ruda, pero de una bondad extraordinaria. Sí, de una gran sencillez y muy cercanos a la perfección evangélica. A pesar de esta felicidad, o quizás por ella, viví una vida de muchacho un poco en desacuerdo con lo que mis abuelos querían que yo fuera: agricultor. No vaya usted a pensar por esto que haya sido intelectualmente un niño precoz. Llegue a los catorce años inocente, quizá un poco retardado por la falta de escuelas, de maestros y mi afán de vagar por el campo. Aquí brillan los ojos de Barba Jacob y exclama incorporándose de su lecho: ¡Pero qué maravilla! Qué maravilla mis abuelos, otros dos nietos y yo. Allí no necesitábamos de nada. Todo lo teníamos a la mano. Los productos de aquellas tierras de mis abuelos iban a venderse en el mercado, los domingos. Era realmente extraordinario, créamelo.
Luego me mandaron a Bogotá. Hasta los quince años comencé a leer poesía y mi primera lectura en este sentido fue Guillermo Valencia, a quien yo considero un grandísimo poeta y maestro de la forma, de quien he tenido una influencia decisiva. Por el mismo tiempo leía yo a Luis G. Urbina y a José Asunción Silva, que acababa de morir. A Darío no leí sino hasta los veinte años y fue más o menos a esa edad cuando sentí repentinamente el anhelo de escribir. Mi primer poema, lo recuerdo muy bien, es bellísimo, aun en medio de sus titubeos. Está publicado y se llama “La tristeza del camino”. He sacado la poesía de mí mismo y ha sido, durante toda mi vida, un ejercicio desinteresado no sólo en cuanto a lo económico, sino que nunca me he preocupado siquiera de hacerme publicidad alguna. El hecho de haber llegado a los cincuenta años sin publicar un libro, lo demuestra. Y es que la poesía ha sido para mí la mejor recompensa. Recompensa de haber nacido, de tener que morir, de sufrir y de encontrarme dentro del mundo. Esa es la angustia humana, sabe usted, la eterna pregunta de Hamlet. ¿Soy? ¿No soy? ¿A dónde voy a ir? ¿Por qué he venido? Y sin embargo la poesía ha sido para mí la presea, la corona de todos mis esfuerzos, de todas mis luchas en la vida. Usted lo ve, estoy pobre, enfermo, y aun así, si en mi mano estuviera el poder volver a nacer y cambiar el panorama de mi vida, no lo haría.
Recuerdo que, en una novelita de Unamuno, uno de los personajes decía que “Hay que aceptar la religión porque es opio”. Los místicos, también, resuelven este problema a su manera. Yo, en cambio, soy un epicúreo y además, católico. Católico por disciplina, y por elegancia
Después, he vagado por aquí y por allá... Llegué a México en 1907, sin dinero y como un campesino asustado. Recuerdo que me causó pavor la metrópoli, un miedo extraño. Fui entonces a vivir a Monterrey y allí me hice periodista. México es un país extraordinario, me gusta muchísimo, aunque, claro, tengo siempre la nostalgia de Colombia. Sigo siendo muy antioqueño en mi carácter, y hombre de ideas universales. Esto es, un hombre que, al fin y al cabo, es el elemento poético por excelencia, todo elemento estético reside allí, porque la poesía debe ser humana y el hombre ha sido y sigue siendo valor estético en todas las épocas. Lo mismo en Hegel que en Nietzsche, en los siglos góticos que en el Renacimiento.
Y ahora, ya lo ve, la poesía está incapacitada, como todas las artes, para resolver en forma alguna los problemas del mundo actual. La poesía está inerme, incapacitada para oponer reacciones inmediatas al torrente de la muerte en la guerra. Sólo prácticamente pueden ser combatidos la violencia y el odio para restaurar las virtudes cristianas. Es angustioso, terrible y desolador.
¿Qué podemos hacer nosotros contra el bronce y la sangre? Sólo practicar el amor cristiano. Rectificar en nombre nuestro y en el de todos los equivocados. Tratar de ser interiormente lo más perfecto que se pueda.
Aquí calla barba Jacob, se ve el esfuerzo enorme que ha tenido que hacer para poder hablar conmigo, contarme sus cosas, sus impresiones. Un grupo de amigos suyos ha pretendido que  vuelva a su país pero esto es imposible por el estado de gravedad en que se encuentra y no sólo eso sino que su condición económica es muy precaria.
Colombia vuelve a ser, para Barba Jacob, la tierra prometida. Pero su espíritu está allá en Antioquia, entre los campesinos tan cercanos, como él dice, a la perfección evangélica.



miércoles, 6 de febrero de 2019

Un nuevo año y un nuevo proyecto de creación.

El sábado 2 de febrero de 2019 nos reunimos Patricia, Manuel, Helga, Walter y Claudia para retomar actividades.  Tenemos dos proyectos para este año, el primero de ellos continuar presentando la obra:  En el brazo del río.  En este sentido, acordamos los siguientes compromisos:

Walter gestionará dos funciones (Smalbach/ UIS).  Helga estará atenta a la convocatoria de Mujeres en escena por la paz en Bogotá.  Claudia gestionará presentación en Zapatoca. Entre todos trabajaremos por presentarnos en Corfescu, como parte de la convocatoria abierta cuyo límite es e 15 de febrero (Helga diligenciará formato de ensayos, Walter, Patricia y Claudia formato de concertación). Sigue en pie realizar función en Barichara durante semana santa.  
Diana, Patricia, y Manuel harán nuevos contactos para seguir gestionando la obra.

*Sueños:  Manuel plantea la posibilidad de tener nuestra propia sede.

NACE UN NUEVO PROYECTO:  Ad-verso

Este quizá sea el nombre de nuestra nueva obra, que por ahora es un gran proyecto, el cual gira en torno a la vida y obra del poeta Porfirio Barba Jacob.  La idea original fue propuesta por Walter Gómez y todos la acogimos.  Walter será el encargado de escribir un guión inicial y contaremos con la dramaturgia de Atilio Caballero.  A Diente de León se sumarán los actores Brahyand Arango,  y Manuel José Jaimes.
Foto de El Universal Ilustrado.  Portada del libro Barba Jacob, el mensajero.
"Un Sino trágico en la vida de este poeta...verlo sonreír una excepción en su escasa iconografía", afirma Walter Gómez, a propósito de Porfirio Barba Jacob.  

"Miguel Ángel Osorio o Ricardo Arenales, o Porfirio Barba Jacob o como se llame y quien sea, (...) supo lo huecas y vanas que son las palabras y qué cambiantes y necias las verdades humanas". (Fernando Vallejo).

¿Mi nombre? Tengo muchos: canción, locura, anhelo.
¿Mi acción? Vi un ave hender la tarde, hender el cielo...
Busqué su huella y sonreí llorando,
y el tiempo fue mis ímpetus dominando.

¿La síntesis? No se supo: un día fecundaré la era
donde me sembrarán. Don Nadie. Un hombre. Un loco. Nada.

Una sombra inquietante y pasajera.
Un odio. Un grito. Nada. Nada.

¡Oh desprecio, oh rencor, oh furia, oh rabia!
La vida está de soles diademada...
(Porfirio Barba Jacob)

El grupo emprende una etapa de investigación en torno a la vida y obra del poeta y sus heterónimos.  Trabajo de mesa intensivo, a la par que un training para que el cuerpo recuerde.  Desde ya entramos "en modo Barba Jacob": lectura de biografías, entrevistas, poemas, ensayos, búsqueda de todo material que apoye nuestro acercamiento al universo escritural y vivencial del autor.   (Máquinas de escribir, voz del poeta).  Mundo referencial en el teatro: Los 5 entierros de Pessoa, de Juan Carlos Moyano.



Balance año 2018

En diciembre nos reunimos Helga, Walter y Claudia con el fin de hacer un balance de lo realizado en 2018.  Un balance más que positivo.  Primero que todo por perseverar en el trabajo conjunto y creer en el proyecto, luego por materializar la obra con más de 10 funciones.  Además el grupo resultó ganador de estímulo circulación en Barrancabermeja, estímulo IMCT Cultura a la calle,  presentación en el Festival de Teatro Ciudad Bucaramanga, Festival de teatro Santander en Escena, y  Festival de Teatro de Lebrija donde realizamos un teatro-foro.  De igual forma, tuvimos función en la franja cultural de la Feria del Libro de Bucaramanga, y contamos con las visitas de la escritora Marbel Sandoval y del dramaturgo Atilio Caballero quienes hicieron posible la obra.  Fue valioso recibir sus comentarios.  Como resultados adicionales, realizamos un contacto con la Editorial Diente de León, y en el marco de nuestras presentaciones, una vez terminada la función, los espectadores se acercaban a comprar el libro de la escritora Marbel Sandoval.  Quedamos con el compromiso de realizar nuestra gira de teatro regional: Zapatoca, Barichara, San Gil y Socorro.